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Modernismo - Textos

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura hispanoamericana

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Modernismo - Textos

«Hasta entonces no pasa nada en el campo. Sobre los cazadores pesan aún las cadenas del sueño. Los batidores cruzan remolones, aún mudos y sin jovialidad. Diríase que nadie tiene gana de cazar. Todo es aún estático. El escenario es todavía puramente vegetal y, por tanto, paralítico. A lo sumo, las puntas de retama, brezo y tomillar se estremecen un poco al peine del viento mañanero. Hay algunos otros movimientos de aspecto cinemático, sin dinamismo que revele fuerzas operantes. Aves vagas reman lentas hacia algún tranquilo menester. Más veloces, resbalan junto al oído insectos musicantes zumbando su aria de microcóspicos violines. El cazador se recoge dentro de sí mismo. Se dicen a esa hora, claro está, cosas estúpidas que le invitan a encerrarse más dentro de sí. No hace nada. No desea hacer nada. La súbita inmersión en la campiña le ha entumecido y como anulado. Se siente planta, entidad botánica, y se entrega a lo que en el animal es casi vegetal: respirar.  Mas ya llegan, ya llegan las jaurías..., e instantáneamente todo el horizonte se carga de una extraña electricidad; empieza a movilizarse, a distenderse elástico. Brota subitáneo el elemento orgiástico, dionisiaco, fluye y hierve en el fondo de toda cacería. Dionisos es el dios cazador; diestro cinegeta - kynegetas sophós- le llama Eurípides en Las Bacantes; ¡Sí, sí - responde el coro -; el dios es cazador!. Y hay una vibración universal. Y a las cosas antes inertes y fláccidas les han salido nervios, y gesticulan, anuncian, presagian. ¡Ya esta ahí, ya esta ahí la jauría: baba densa, jadeo, coral de encías, y los arcos de los rabos inquietos fustigando el paisaje! Difícil contenerlos. No pueden más de ganas de cazar; les rezuma por ojo, morro y pelambre.  Fantasmas de reses veloces atraviesan sus caletres enardecidos de can pura sangre, mientras, por dentro, están ellos ya en carrera loca.

Vuelve a haber una larga pausa de silencio e inmovilidad. Pero ahora la quietud está llena de movimiento retenido como la vaina está llena de espada. Se oyen lejanos los primeros gritos del ojeo. Ante el cazador todo sigue igual, y, sin embargo, le parece estar, ya que no viendo, palpando un comienzo de hervor latente en toda la mancha: breves desplazamientos de matorral a matorral, indecisas fugas, y toda la fauna menuda del monte que se yergue, empina la oreja, avizora. Sin quererlo, al cazador se le sale el alma fuera, quedando tendida sobre su campo de tiro como una red, agarrada aquí y allá con las uñas de la atención. Porque ya todo es inminencia y en cualquier instante cualquiera figura de mata puede transmutarse mágicamente en res a la vista.

De pronto, un ladrido de can apuñala el silencio reinante. Este ladrido no es meramente un punto sonoro que brota en un punto del monte y allí se queda, sino que parece estirarse rápido en una línea de ladra. Oímos y casi que vemos correr suelto el ladrido, hilvanarse veloz por el espacio con algo de errática estrella. En un instante, sobre la placa del paisaje se ha trazado la raya del ladrido. A este siguen muchos de voces distintas avanzando en el mismo sentido. Se adivina la res que, levantada, va en carrera vertiginosa, como viento en el viento. Todo el campo se polariza entonces; parece imantado. El miedo del animal perseguido es como un vacío donde se precipita cuanto hay en el contorno. Batidores, perros, caza menor, todo allá va, y aun los pájaros, asustados, vuelan presurosos en esa dirección. El miedo que hace huir a la res sorbe entero el paisaje, lo succiona, se lo lleva corriendo tras de sí, y hasta al mismo cazador, que por fuera está quieto, le golpea el corazón montado en su taquicardia. El miedo de la res… Pero ¿es tan cierto que la res tiene miedo? Por lo menos su miedo nada tiene que ver con lo que es el miedo en el hombre. En el animal el miedo es permanente, es su modo de existir, es su oficio. Se trata, pues, de un miedo profesional, y cuando algo se profesionaliza es ya otra cosa. Por eso, mientra el pavor hace al hombre torpe de mente y moción, lleva las facultades del bruto a su mayor rendimiento. La vida animal culmina en el miedo. Sortea el venado, certero, el obstáculo; con precisión milimétrica se enhebra raudo por el hueco entre dos troncos. Hocico al venteo, corvo hacia atrás el cuello, deja gravitar a su paso la regia astamenta que equilibra su acrobacia, como el balancín la del funámbulo. Gana espacio con prisa de meteoro. Su pezuña apenas toca la tierra; más bien – como dice Nietzsche del bailarín – se limita a reconocerla con la punta del pie; reconocerla para eliminarla, para dejársela atrás. De súbito, sobre el lomo de un jaro aparece al cazador el ciervo; lo ve sesgar el cielo con garbo de constelación, lanzando allá al dispararse los resortes de sus cabos finísimos. El brinco de corzo o venado – y más aún el de ciertos antílopes – es, acaso, el acontecimiento más bonito que se da en la Naturaleza. De nuevo gana el suelo a distancia, y acelera su fuga porque le andan ya en los jarretes resoplando los perros – los perros, fautores de todo este vértigo, que han transmitido al monte su genial frenesí y ahora, en pos de la pieza, con la lengua péndula, tendidos a todo su largo los cuerpos, galopan obsesos: podenco, alano, sabueso, lebrel».

[Ortega y Gasset, José: “A Veinte años de caza mayor del conde de Yebes” (1942), en Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, vol. VI, p. 455-457]

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