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La Independencia de la América hispana

(comp.) Justo Fernández López

Historia de la literatura hispanoamericana

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La Independencia de la América hispana

Los criollos de Buenos Aires, que han tenido que luchar contra los ataques de ingleses y franceses contra su ciudad y sin ayuda casi de los españoles, en Cabildo abierto proclaman la Independencia el 25 de mayo de 1810. Luego hace lo mismo el Cabildo de Santiago de Chile el 18 de septiembre de 1810 y el de Caracas el 7 de julio de 1811.

En México, el 16 de septiembre de 1810, Miguel Hidalgo, un cura mestizo de pueblo, lanza en Dolores, México, el primer grito de libertad en México. Los cabildos de Quito, el 2 de agosto de 1810 y los de Bogotá, el 20 de julio de 1810, hacen los mismo que los demás cabildos americanos... y que los españoles.

Las guerras de independencia duran de 1810 a 1824.

Causas de la Independencia americana

Ni fue tan atrasada la educación universitaria colonial ni fue tan profunda la “siesta colonial” en la que se prepararon en el siglo XVIII los precursores de las guerras independentistas del siglo XIX.

“La Independencia de América venía de un siglo atrás sangrando: ni Rousseau ni de Washington viene nuestra América, sino de sí misma” (Discurso de Martí en honor a Bolívar en el 1893). Los jesuitas enseñaban las doctrinas jurídicas de Suárez y Vitoria, profesores de la Universidad de Salamanca y fundadores del Derecho Internacional. Suárez ya explicaba las circunstancias que justifican la revolución: si el príncipe no cumple su parte de contrato social, el poder es devuelto automáticamente al pueblo.

Los jesuitas expulsados de América, criollos en su gran parte, contribuyeron desde Europa a la conspiración por la libertad americana. La doctrina de Suárez justificando el poder del pueblo para tomar el poder si el príncipe no cumple sus obligaciones, quedaba ahora sancionada por el hecho de que España estaba acéfala, sin gobierno real: los reyes españoles habían sido presa de un engaño por parte de Napoleón; habían por tanto dejado la patria sola y abandonada a sí misma.

Los Cabildos, que habian ido perdiendo en la España borbónica centralista toda su autonomía local, la de sus orígenes forales castellanos de la Reconquista, revivieron en América como el único poder público al que tenían acceso los americanos. Cabildo viene del latín “capítulum” (diminutivo de “caput”, ‘cabeza’) y es la Junta de Concejales. Al levantarse en España el pueblo español contra los franceses y constituirse, a falta de rey, las Juntas de Defensa Nacional, las Cortes gaditanas asumen el poder legislativo y proclaman la “soberanía reside en el pueblo”; el rey tiene que someterse a la “soberanía popular”. Ante esto, las provincias ultramarinas consideran lícito seguir el ejemplo de las provincias metropolitanas.

El 14 de septiembre de 1810, la Junta Chilena declara:

 

Es constante que, devuelto a los pueblos el derecho de soberanía por la muerte civil del monarca (eran las tesis y las mismas palabras del teólogo jurista de Salamanca Francisco Suárez) deben estos, usando del arbitrio generalmente recibido, elegir sus representantes para que, unidos en Congreso general, determinen la clase de gobierno que haya de regir, mientras el soberano (Fernando VII) se restituya al trono y reasuma por un derecho postliminio* su autoridad soberana.

 

* postliminio / posliminio: en el derecho romano, reintegración de quien había sido prisionero del enemigo a sus derechos de ciudadano romano.

Sobre esta raigambre jurídica tradicionalmente española se eleva el árbol de la Independencia americana. Cuando en el 1814 vuelve a tomar el trono de España Fernando VII, comienza a perseguir encarnizadamente a todos los liberales que habían firmado la Constitución de Cádiz del 1812, Constitución que Fernando VII no acepta. Este rey fue el mayor enemigo de los liberales y uno de los reyes más déspotas de la historia española; naturalmente, ante las luchas en España entre los partidarios del reaccionario y absolutista Fernandez VII y los liberales, es de comprender que las colonias americanas no quisieran volver a someterse a la metrópoli, tras haber proclamado su libertad.

A finales del siglo XVIII, las colonias habían llegado a la madurez cultural y política; habiendo sido educada la clase culta criolla en universidades donde se había enseñado durante la Colonia el Derecho Internacional de Suárez, que defiende el origen democrático del poder y la devolución de este al pueblo.

El ejemplo de la revolución francesa y la Independencia de los Estados Unidos servían también de precedente y ejemplo. La expulsión de los jesuitas de las colonias había dejado muchos resentimientos frente a España por parte de discípulos de estos maestros de la juventud americana.

La actitud de rechazo en América frente a la esclavitud de los negros. La influencia romántica de los héroes de la libertad araucana, cantados por Ercilla en su famoso poema La Araucana. El monopolio del tabaco por parte de la metrópoli. Todas estas fueron causas que fueron acumulando y motivando un sentimiento de rebelión e independencia.

Pero una de las causas más directas de la independencia americana fue el menosprecio que los españoles peninsulares, que monopolizaban los cargos públicos, civiles y eclesiásticos, sentían y mostraban por los criollos ilustrados. Durante el Barroco vimos cómo se había ido formando una “sensibilidad criolla” que buscaba la expresión de su propia identidad.

Un ejemplo de ello lo encontramos en Fray Servando Teresa de Mier (México, 1763-1827), quien en el 1794 en un sermón niega la tradición popular de la Virgen de Guadalupe de México y afirma la predicación del Evangelio en América no por los españoles, sino antes de ellos por Santo Tomé. A Mier le dolían las preferencias por los “gachupines” (españoles establecidos en América); amaba su tierra. Y así como España se inventó a su Santiago Apóstol en la Reconquista, él se inventó Santo Tomé como el evangelizador de América antes de la llegada de los españoles. De esta manera, los americanos no debían a los españoles ni la fe.

Entre las obras de Fray Servando Teresa de Mier destacan: Historia de la revolución de la Nueva España (Londres, 1813) y Cartas de un americano al español (1811-1812).

La independencia americana es obra, pues, de la aristocracia criolla americana, descendiente de los conquistadores y de los ricos encomenderos. Ella fue la que impulsó la revolución contra la burguesía burocrática peninsular que monopolizaba el poder en América. Los criollos no podían obtener más cargos públicos que los del Cabildo. Los criollos llenaban las universidades americanas, donde leían y se ilustraban. Detentaban también gran parte de la riqueza del suelo.

Solo México tuvo una revolución de origen popular, provinciano y con apoyo indígena, aunque fracasó realmente hasta la venida del organizador aristócrata Iturbide.

El indígena americano no fue, pues, el motor directo de la independencia en el siglo XIX. El indio estaba a veces más de parte de los peninsulares que de los criollos, que eran sus opresores inmediatos.

Haia fuerzas políticas, sociales y económicas que estaban impulsando a la rebelión en América; el liberalismo de la literatura neoclásica era muy fuerte. Pero también es verdad que fue la invasión napoleónica en España, la debilidad del rey español frente a la astucia de Napoleón y la proclamación en España de Juntas de Defensa Nacional, lo que precipitó la independencia en América.

Carácter disperso y prematuro de la independencia

Como escribe Francis Ayala (El País 1985): La independencia de las colonias españolas tuvo carácter temprano y su modalidad fue fragmentaria, en contraste con el caso portugués. La Independencia americana se produjo con una creciente dispersión centrífuga y con una fuerte reacción antiespañola. Si contemplamos el mapa del continente americano, salta a la vista que la extensión territorial del Brasil es equiparable a la del conjunto de países de lengua española. Mientras Brasil tras la independencia se constituyó en nación, el resto de las colonias españolas formaron un mosaico abigarrado de naciones en lucha por las fronteras.

Es interesante ver la causa por la que Brasil surge como un cuerpo político unido desde un principio, pese a sus desniveles internos de todo tipo, mientras que los países de habla española se encuentran divididos en multitud de Estados, varios de ellos apenas viables, o no viables en absoluto. El contraste es chocante y ha de tener una causa histórica.

El punto de partida del hecho se encuentra en la invasión de la Península Ibérica por las fuerzas de Napoleón Bonaparte. Los datos de la historia informan que, para finales de 1807, y antes del avance de las tropas francesas, el rey regente de Portugal, Juan VI, había decidido huir hacia las costas americanas. Al año siguiente lo hallamos instalado en su corte en Río de Janeiro, gobernando el país bajo el título de Imperio, luego Reino Unido de Portugal y Brasil. Una vez pasada en Europa la tormenta napoleónica, volverá el rey Don Juan a Lisboa en el 1821, pero dejando en Brasil como regente a su hijo Don Pedro.

Cuando de ahí a poco las Cortes portuguesas piden al príncipe regente de Brasil que regrese a Portugal, don Pedro se niega, pronunciando la célebre declaración del 9 de enero de 1822: “Fico” (“me quedo”). El 7 de septiembre del mismo año proclama la independencia, siendo exaltado no muchas semanas después a “Emperador Constitucional del Brasil”. Sesenta y tantos años han de pasar antes de que, en el 1889, se proclame allí la República; pero nadie va a cuestionar para entonces la unidad de Brasil como cuerpo político.

Veamos el caso de España en circunstancias parejas: Ante la presión creciente de las fuerzas francesas, y probablemente por iniciativa de Godoy, la familia real se dispone a salir de Aranjuez (palacio de verano de los reyes de España), donde a la sazón se encontraba, rumbo a Andalucía, con vistas a embarcar eventualmente para América. Pero en la noche del 17 al 18 de marzo de 1808 estalla el famoso motín de Aranjuez que frustraría el proyectado viaje y precipitaría el derrumbe de la estructura institucional de la monarquía, desencadenando guerras intestinas que, tanto en la Península cmo en América, iban a llenar de ahí en adelante la crónica de los pueblos hispanos durante todo el siglo XIX.

El motín de Aranjuez tuvo lugar en 1808 cuando los franceses, so color de amistad, habían invadido la Península y el Príncipe de Asturias, Fernando VII, imputaba la culpa de la invasión al favorito de Carlos IV, Manuel Godoy (afrancesado). Fernando VII dio un asalto al favorito del rey, amotinando al pueblo contra él. Capturado Godoy, Carlos IV pidió que le perdonara la vida. Consecuencias del motín fue la renuncia de Carlos IV a la corona en favor de su hijo Fernando VII, enemigo declarado de los franceses. Fernando VII iría luego con su padre a Bayona, preso de Napoleón, para volver en el 1814 y comenzar una etapa de reinado absolutista y de lucha contra los liberales, defensores de la Constitución liberal de Cádiz de 1812.

En el caso de no haberse producido el motín de Aranjuez, que impidió el traslado de la familia real a América, el curso de los acontecimientos en las colonias hubiera sido otro, o análogo al que siguió Brasil. América se hubiera quizás mantenido unida bajo un príncipe de la dinastía borbónica, tal cual deseaban algunos de los próceres de la independencia, como el general Belgrano. Estas especulaciones resultan vanas, pero pueden ayudar a entender lo que ocurrió luego.

La independencia de los países hispanoamericanos se cumplió de hecho, en unos, bajo signo político, y bajo el signo opuesto en otros, siguiendo la lucha de partidos que sucedió a la quiebra de la unidad política centrada en la monarquía. Se olvida a menudo que la Independencia de México, por ejemplo, se consumó en el 1821 en defensa del poder absoluto de un Fernando VII que en la Península estaba ahora obligado a respetar el constitucionalismo restablecido.

En suma, no parece demasiado arriesgada la afirmación de que la independencia hispanoamericana, si no prematura, fue en todo caso incidentalmente precipitada por la desintegración del Estado monárquico, ente la cual ni siquiera los perspicaces proyectos de un Bolívar consiguieron evitar, o al menos reducir, la dispersión de países y sistemas políticos en Hispanoamérica.

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