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Ser o no ser

(comp.) Justo Fernández López

Lengua española

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Dedicado a Tobías

Ser o no ser

 por Antonio Gala

ABC de Madrid, 1987

Dicen que el hombre podría vivir ciento cincuenta años. Dicen que su duración, por término medio, es ahora de setenta y cinco. Sin embargo, la gente de mi edad se está muriendo a chorros. Le he preguntado a un médico y me lo ha confirmado: existe un mayor riesgo a estas alturas, un estrechamiento o una dificultad de sobrepasarlas; existe como un cuello de botella entre los cuarenta y cinco y los cincuenta y cinco, que, superado, te permitirá llegar, casi seguro, a esa abstracta media de los setenta y cinco.

Cuando se tiene tu edad, Tobías, no se muere uno nunca; no va a morirse uno. A tu edad no existen cuellos de botella, ni botellas, ni muerte; de tal manera se ignora. Y cuando borrosamente la imagina uno, es como un viaje de ida y vuelta, un recurso fértil para aumentar la vida, un multiplicador que la mejora. Cuando tuve tus años, yo no creía en la muerte. Un poco después, sí. De alguna misteriosa forma, sí. En mi adolescencia estaba tan vivo que me quería morir. Me sobraba vida por todas partes, como unos pantalones crecederos. Hasta la muerte rebosaba vida: era una explosión de vida comprimida, y, en función de más vida, podía uno acercarse a ella sin temerla.

Recuerdo que a los trece años me suicidé. Pero un poco. Me abrí las venas de una sola muñeca. Las arañé, supongo. Fue en la sierra de Córdoba. Sentí frío. Quería morirme, pero no sentir frío. Anochecía ya. Venían los piconeros con sus caras oscuras y sus sacos oscuros. Salí a la carretera. Me recogió en su coche una amiga de casa. Debió de darse cuenta de todo: del pañuelo enroscado en mi muñeca, de las manchas de sangre. Me convidó a bombones en una confitería llena de vidrieras con ángeles y espejos biselados. Estuve a punto de morirme de atracón. Una menuda y dulce resurrección. Los bombones resultaron más hostiles que la sangría, que, en definitiva, como antiguamente, fue tranquilizadora.

Va a hacer catorce años que tuve otro contacto con la muerte. Esta vez sencillamente me morí. De una perforación de duodeno. Se produjo mi muerte clínica. Primero, el coma: esa maternal anestesia de la Naturaleza. Entré en la muerte huyendo del dolor, con placidez y con aceptación. Había alguien allí. Y me sonreía. Era mi padre, con la mano tendida en mi ayuda. Y luz y calma había. Vi, en efecto, mi vida. Pe ro no como si fuere una película. No sucesiva, sino simultáneamente: igual que un retablo gótico, que enseña los momentos de la vida de Cristo o de la Virgen; igual que el conjunto de ordenadas viñetas de un tebeo. No sé bien lo que vi; pero sé que veía lo más trascendental que me había ocurrido: cosas incluso que no entendí como trascendentales. Estaba bien la muerte. No era mala enemiga. Venía para salvarme del insoportable dolor y de su angustia.

La muerte, mi muerte, está sentada y espera. Sin impaciencia, creo. Y yo voy acercándome. Ignoro dónde le encontraré, a la vuelta de qué recodo percibiré sus ojos y reconoceré sus manos transparentes. Ya he aprendido que no se muere de una vez, sino que se va uno muriendo con cada cos, con cada persona nuestra que se muere. Es una especia de comunidad de los difuntos en la que ingresamos sin enterarnos. Ya me he ido muriendo con tanta gente ya, que apenas si me queda un poquito de vida. No será muy difícil cortar hilos tan débiles ...

Tú no puedes comprender lo que te digo. No has sido presentado aún a la muerte. Por muchos riesgos que corras, por muchas enfermedades o accidentes que tengas, más aún - fíjate bien, Tobías -, aunque te murieras, no podrías comprender esto que digo. Como no puedes comprender el amor y sus roncos vendavales. Todavía no. Yo, por el contrario, estoy llenos de muerte aunque no muera. Sé que voy despidiéndome. Pronto no me sentaré más en esta silla, ante esta mesa en la que escribo; no bajaré más esta escalera; no veré más las mimosas, que el aire de marzo mueve con delicadeza, me están diciendo adiós. Sigo sin saber el día ni la hora, ni el lugar que, levantándose, me recibirá mi muerte, y pasará su mano encima de mi hombre, conduciéndome ya abandonado a ella. Pero alguna noche oigo rechinar la última puerta abierta, oigo batir sus hojas mal cerradas. Abierta para salir, no para entrar. Después no hay donde ir: yo he despertado del bello sueño de la inmortalidad. Aquí nos acabamos.

Pienso en los amigos que desaparecieron en tres o cuatro meses. En los incinerados y en aquéllos que enterramos. Pienso en la lluvia que bate sobre las tumbas y en la luna que resbala por ellas ... Debe ser triste morir el último, sin una complicidad que te sostenga la mirada, que te aprieta la mano más que nunca. Y a mi alrededor se producen día a día tantos huecos ... No es que tenga la premonición o el presentimiento de la muerte: con eso se convive; uno nace y se muere, uno viene y se va. No se trata de eso, sino de la certeza de avanzar en la dirección más precisa, con una velocidad que se acelera sin poderlo evitar; sino de ser inundado por la idea de la muerte como una luz bajo la que escribo y como y duermo y con la mirada acaricio unos labios ... Una actitud, por tanto, exactamente contraria a la tuza, Tobías. Y así tiene que ser. Yo soy el prometido de la muerte que tú aún desconoces: debo encontrarme con ella y abrazarla. A veces tengo prisa por consumar el matrimonio, la echo de menos; otras, confía en la prolongación del noviazgo. Da igual: es la protagonista de mi vida, que a ella se dirige. Por el camino miro las flores, me entretengo en ellas, sonrío a quien se cruza, me hago el desentendido, jugueteo, me demoro un poquito con la música. Da igual: la muerte está al fin de este camino. Es el fin del camino. O interrumpe el camino ...

Cuando leas esta página, yo habré llegado a ella. Y pensarás: „Este hombre vivió con su muerte a cuestas. Fue desgraciado“. No es cierto. Este hombre, como todos, llevó dentro su muerte: él fue su muerte. Y, por ver si le tocaba un poco más de abril, se quedó pensativo en esta página para hablarte - con poca o mucha antelación - de lo que preveía y ya habrá sucedido. Y el tiempo le habrá dado su sentido a esta página.

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