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Roma de la Monarquía al Imperio

(comp.) Justo Fernández López

España - Historia e instituciones

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ROMA DE LA MONARQUÍA AL IMPERIO - RESUMEN

Llegada de los etruscos a Italia

 

Los etruscos llegaron a Italia alrededor del siglo X a. C., procedentes de la cosa occidental de Asia Menor, desplazados por las invasiones indoeuropeas junto con los licios, carios y lidios. Los etruscos llegaron a ser una gran potencia naval en el Mediterráneo occidental, lo cual les permitió establecer factorías en Cerdeña y Córcega.

Monarquía romana: 753-509 a.C.

 

Reyes latinos: Numa Pompilio, Tula Hostilio y Aneo Marcio. Monarquía de base sacral dominio del senado y del poder militar.

Reyes etruscos: Tarquinio Prisco, Servio Tulio y Tarquinio el Soberbio. Monarquía no sacral de base militar.

Batalla de Alalia: 537 a.C.

 

La rivalidad entre griegos y fenicios por las rutas comerciales y el establecimiento de colonias llevó a un enfrentamiento militar, la batalla de Alalia (actual Aleria, al este de Córcega) en la que la colonia griega focense de Alalia se enfrentó a la flota cartaginesa, aliada con los etruscos, redefiniéndose la relación de fuerzas en la región.

República romana: 509-29 a.C.

 

El periodo republicano en Roma se extiende desde el 509 a. C., cuando se puso fin a la Monarquía Romana con la expulsión del último rey, Lucio Tarquinio el Soberbio, hasta el 27 a. C., fecha en que tuvo su inicio el Imperio romano.

Lucha entre patricios y plebeyos (494-287 a. C.). Establecimiento de igualdad jurídica entre todos los romanos (Ley de la XII tablas). Institución del Senado, los comicios o asambleas populares y las magistraturas.

Expansión romana en la Península Itálica. Las victorias sobre ecuos, volscos, sabinos, etruscos, galos y sammitas llevaron a Roma a dominar toda la península en el 290 a. C.

Expansión romana en el mundo mediterráneo enfrentándose a los griegos y los cartagineses (herederos de los fenicios) por el dominio de las rutas comerciales en el Mediterráneo. Las luchas por el control del Mediterráneo llevaron a Roma a enfrentarse a Cartago. En la Primera Guerra Púnica (264-241 a. C.) conquista Sicilia; en la Segunda Guerra Púnica (218-201 a. C.), Galia Cisalpina, Córcega, Cerdeña, el reino ilirio y parte de Hispania; en la Tercera Guerra Púnica (149-146 a. C.), Cartago y la costa africana. Más tarde conquistará Macedonia, Grecia, las Galias, la Bélgica, la frontera con Germania y parte de la Britania.

Final de la República

 

Crisis del siglo II a. C. y final de la República romana: las conquistas y la ampliación de los mandatos llevaron a una acumulación de un poder económico y militar ilimitado por parte de los magistrados. El poder pasó a ser personal y Sila se hizo con todo el poder mediante un golpe militar, convirtiéndose en un dictador. Julio César adopta el mismo modelo y se proclama dictador perpetuo. Augusto sigue el modelo e instaura un nuevo sistema político: el Principado o Imperio.

Imperio romano: 27 a. C. - 476 d. C.

 

La época imperial romana abarca cinco siglos: desde la instauración por el emperador Augusto en el año 27 a. C. hasta la desaparición del último emperador occidental, Rómulo Augústulo, en 476 d. C.

Augusto instaura un poder personal de tipo monárquico frente al régimen republicano de la época anterior, basado en un poder colegiado. El carácter sucesorio impediría la vuelta a la forma republicana de gobierno.

El emperador tenía el mando del ejército, el poder legislativo, era la autoridad moral y política, la autoridad religiosa y el supervisor de todas las costumbres y leyes del Imperio.

Crisis del siglo III y sistema de Diocleciano (293-305 d. C.)

 

Diocleciano, prefecto de las cohortes pretorianas, fue elegido por los soldados. Dividió el Imperio y escogió por colega a Maximiano, uno de sus compañeros de armas.

Los dos emperadores tomaron el titulo de augustos, y fijaron su residencia, Diocleciano (imagen) en oriente, en Nicomedia, y Maximiano en occidente, en Milán. Roma quedaba abandonada como capital, porque importaba a los emperadores estar más cerca de las fronteras amenazadas. El Imperio era una carga pesada para los augustos; nombraron dos adjuntos o príncipes imperiales, herederos designados al trono, que llamaron césares: Constancio Cloro y Galeno. Había así cuatro soberanos: dos augustos y dos césares, con cuatro capitales y cuatro gobiernos. Esta división se llamó tetrarquía, es decir el gobierno de cuatro. Diocleciano cambió completamente el carácter de la dignidad imperial. Los dos augustos abdicaron, y Diocleciano se retiró a Salona.

Bajo Imperio (305-476 d. C.)

 

Confluencia de la ideología imperial, la filosofía religiosa y la teología cristiana en un monoteísmo que servirá de soporte de la nueva ideología imperial. El Emperador representa en la tierra la Hijo de Dios.

El Imperio de Occidente duró hasta el 476 y el de Oriente se prolongó hasta 1453 cuando cae Constantinopla.

La caída del Imperio Romano

 

Llegada de los hunos (374 d. C.). Ruptura del limes del Rin por suevos, vándalos y alanos (396 d. C.). El visigodo Alarico saquea Roma (410 d. C.). Caída de Roma (476).

EL ESTADO ROMANO - DE LA MONARQUÍA AL IMPERIO

Reflexiones de José Ortega y Gasset y su análisis de las instituciones romanas:

Senatus populusque romanus y el poder público en Roma

 

«¡El pueblo romano! Siempre que hablaba el Poder público lo hacía en nombre del Senado y del pueblo –Senatus populusque romanus– el S.P.Q.R. de los tirsos oficiales. Sorprende, ante todo la dualidad: Roma no es, por lo vista, una sola cosa, sino dos: un Senado y un pueblo. Cuando Roma dejó de ser esas dos cosas y se hizo una sola –al modo que las naciones actuales– dejó de existir. En esa dualidad va oculto el secreto de la grandeza romana –y digo el secreto, porque, en efecto, se trata de un misterio, de una constitución, la más irracional que ha existido nunca, y, a pesar de ello, o tal vez por ello, las más eficaz de la historia.

Si traducimos el Senatus populusque por el Senado y el pueblo, habremos dado una versión literal, pero falsa. Por pueblo entendemos hoy el cuerpo civil. Pues bien: el sentido verdadero de populus fue originariamente el de cuerpo armado. En la mente romana lo civil era el Senado: los señores territoriales, las viejas familias o gentes que gozaban de derecho sagrado, se casaban por confarreatio y podían dejar herederos. Estos herederos son los únicos hijos de padre, los patricios. Los demás no tienen padre, en puro estilo jurídico romano, sino solo generador; son prole –de aquí proletarios. Estos viejos agricultores, el pueblo civil, combate con las armas en la mano, pero necesita auxiliares para sus campañas, y entonces organizan en torno a sí un cuerpo de guerreros –el populus–, compuesto de los pequeños terratenientes asentados en la campiña. Mommsen pone este vocablo en relación con populari, que no es poblar, sino, al contrario, despoblar, devastar. (El que hería la víctima del sacrificio se llamaba popa.) El populus primitivamente no interviene sino en faenas de guerra, y su ingreso en política se hace a fuerza de huelgas militares.

El romano pura sangre del buen tiempo de la República no concebía un ciudadano que no fuese agricultor. Y esto por la sencilla razón de que no concebía que se pudiese ser ciudadano si no se era guerrero. Ahora bien: el guerrero necesitaba entonces equiparse a sí mismo, cosa imposible si no tenía alguna hacienda. Pero no es la tierra quien directamente le proporciona el mando, sino el arma que la tierra le proporciona. Por esta razón no adquiere los derechos políticos hasta que ha combatido, a pesar de que era propietario mucho tiempo antes. Puede decirse que con motivo de la guerra contra las Samnitas logra esta plebe rural torcer el brazo de los señores del Senado y convertirse verdaderamente en el populus romanus.

No se puede entender la historia romana si no se advierte esta dualidad de grandes terratenientes que viven en la urbe y pequeños propietarios que habitan las comarcas. Entre unos y otros se encienden las grandes luchas políticas hasta la época de César. Los señores del Senado son los oficiales; los labriegos del contorno son los soldados. Unos necesitan de otros, y esto origina la admirable, orgánica cohesión de la acción romana hasta el siglo II antes de Cristo.

De esta manera la palabras más mansa y civil de todas, pueblo, aquella a que recurren los pacifistas, tiene un inquietante origen bélico. Por cierto que lo mismo acontece con la otra voz que simboliza la paz en algunos idiomas: Aldea, en tudesco, es Dorf, que en antiguo alemán del Norte es thorp, de donde viene nuestra tropa; como en ruso, pueblo es polk, y significa ejército.»

[Ortega y Gasset, José: “La interpretación bélica de la historia” (1925), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, t. II, p. 534 ss.]

Roma y las provincias, la ciudad y el campo

 

«Griegos y latinos aparecen en la historia alojados, como abejas en su colmena, dentro de urbes, de polis. La polis no es primordialmente un conjunto de casas habitables, sino un lugar de ayuntamiento civil, un espacio acotado para funciones públicas. La urbe no está hecha, como la cabaña o el domus, para cobijarse de la intemperie y engendrar, que son menesteres privados y familiares, sino para discutir sobre la cosa pública. Hasta entonces solo existía un espacio: el campo, y en él se viví con todas las consecuencias que esto trae para el ser del hombre. El hombre campesino es todavía un vegetal. Su existencia, cuanto piensa, siente y quiere, conserva la modorra inconsciente en que vive la planta. Las grandes civilizaciones asiáticas y africanas fueron en este sentido grandes vegetaciones antropomorfas. Pero el grecorromano decide separarse del campo, de la “naturaleza”, del cosmos geobotánico, limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin. He aquí la plaza. Nos es, como la casa, un “interior” cerrado por arriba, igual que las cuevas que existen en elc ampo, sino que es pura y simplemente la negación del campo. Es el espacio civil.

Hasta Alejandro y César, respectivamente, la historia de Grecia y de Roma consiste en la lucha incesante entre esos dos espacios: entre la ciudad racional y el campo vegetal, entre el jurista y el labriego, entre el ius y el rus. Al desparramiento vegetativo por la campiña sucede la concentración civil en la ciudad. La urbe es la supercasa, la superación de la casa o nido infrahumano, la creación de una entidad más abstracta y más alta que el oikos familiar. Es la república, la politeia, que no se compone de hombres y mujeres, sino de ciudadanos. De esta manera nace la urbe desde luego como Estado.

El griego y el romano, capaces de imaginar la ciudad que triunfa de la dispersión campesina, se detuvieron en los muros urbanos. Hubo quien quiso llevar las mentes grecorromanas más allá, quien intentó liberarlas de la ciudad; pero fue vano empeño. La cerrazón imaginativa del romano, representada por Bruto, se encargó de asesinar a César –la mayor fantasía de la antigüedad. […]

César sostendrá la necesidad de romanizar a fondo los pueblos bárbaros de Occidente. Creer que César aspiraba a hacer algo así como lo que hizo Alejandro –y esto han creído casi todos los historiadores– es renunciar radicalmente a entenderlo. César es aproximadamente lo contrario que Alejandro. La idea de un reino universal es lo único que los empareja. Pero esta idea no es de Alejandro, sino de Persia. La imagen de Alejandro hubiera empujado a César hacia Oriente, hacia el prestigioso pasado. Su preferencia radical por Occidente revela más bien la voluntad de contradecir al macedón. César quiere un Imperio romano que no viva de Roma, sino de la periferia, de las provincias, y esto implica la superación absoluta del Estado-ciudad. Un Estado donde los pueblos más diversos colaboren, de que todos se sientan solidarios. No un centro que manda y una periferia que obedece, sino un gigantesco cuerpo social donde cada elemento sea a la vez sujeto pasivo y activo del Estado. Tal es el Estado moderno, y esta fue la fabulosa anticipación de su genio futurista.»

[Ortega y Gasset, José: “La rebelión de las masas” (1930), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. IV, p. 249 ss.]

La técnica electoral romana

 

«Roma es un pueblo de campesinos guerreros. Combaten para ganar tierras. Sus dotes geniales de mando y batalla dan frutos tan superlativos que pronto los campos conquistados exceden a las fuerzas para labrarlos. La cultura antigua no llegó a la máquina.

Los romanos tuvieron siempre el don de mando, un talento específico que no debe confundirse con otras calidades próximas. Pero fueron de sólito muy poco inteligentes. Mientras bastó con las dotes de mando, floreció la historia romana; mas en cuanto las circunstancias se fueron haciendo más apretadas, más sutiles y exigían una dosis mayor de agilidad mental, de plasticidad intelectual, comenzaron a fallar. En Roma no había más que políticos en sexo, sin atmósfera intelectual ideológica, científica. Aquellos magistrados poseían unas cabezas de sillería como la empleada en sus formidables edificios. Vivían de ciertas ideas elementales y “eternas”, que habían inspirado la vida romana desde su iniciación. Sería interesante y nada difícil de mostrar cómo paso a paso, desde tiempo de los Gracos, la realidad se va apartando de las ideas canónicas alojadas en la inmutable testa del romano. EL romano no inventa. [...]

No nos sorprende encontrar que un simple defecto de técnica electoral pueda traer consigo la ruina de tan magnífico cuerpo social. Parece mentira que no viniera a la mente del romano una idea tan simple, para nosotros can obvia, que desde sus comienzos, como la cosa más natural del mundo, existió en las naciones europeas: la idea de la representación política. Para poseer tal idea, basta con ejecutar una sencilla abstracción y advertir que la voluntad de un ser puede actual donde no llega su cuerpo. Si el romano no arriba a ella es simplemente porque era incapaz de esta abstracción. Al romano le faltó esta idea de la representación política, lo mismo que al carnero le faltas las alas. Es una limitación constitutiva.

La exigencia de que el votante estuviese presente, no representado, produjo en Roma efectos tan decisivos como desastrosos. Sobre todo, el más grave: la disociación entre la provincia y Roma. Los habitantes de esta son, a postre, los únicos votantes efectivos y, en consecuencia, la única porción políticamente activa de aquel inmenso Imperio. El resto del cuerpo social no cuenta. Esto trae consigo una condensación fabulosa de politicismo en Roma, una hiperactividad francamente neurótica, formalista, sin contenido. Por el contrario, la provincia se acostumbra a no intervenir en los destinos del Impero, ni en los suyos, cada vez más absorbidos por el Poder central. La depresión, la desmoralización, la inercia crecen. No puede surgir ningún movimiento que reúna en amplia solidaridad un territorio provincial. Al revés: la provincia se atomiza políticamente –como la vimos atomizarse económicamente. No pudiendo actuar, los provinciales pierden todo entrenamiento público y, sin la enérgica selección, que solo es posible sobre gente que está en ejercicio, degeneran día por día.

Entretanto, la política de Roma va siendo presa exclusiva de la técnica electoral, y tiene que entregarse a los jefes de bandas. Pronto estas bandas operan con armas. Hacia el año 70 antes de Cristo dominan en Roma unas cuantas partidas de la porra. Se ha llegado, como siempre en estos procesos de degeneración política, a la acción directa. No va a tardar en producirse el hecho irremisible; las legiones recabarán para sí el exclusivo ejercicio electoral y nombrarán emperador. Es la otra grande y progresiva disociación entre el cuerpo de votantes y el cuerpo de guerreros que primitivamente eran uno solo y formaban el populus, vocablo que significa propiamente “nación armada”.

Hay un momento decisivo en la historia de Roma: el siglo I antes de Cristo. La civilización antigua pudo salvarse, a no ser por las limitaciones y la testarudez de la mente romana. El organismo social gobernado por esta había adquirido proporciones gigantescas y no podía ya vivir políticamente de Roma. Era menester vivir de otras potencias sociales nuevas, y estas no podías ser más que las provincias. Pero el tratamiento a que las provincias estaban sometidas las había envilecido. Un hombre maravilloso tuvo la genial intuición de que para salvar a Roma era preciso exaltar la provincia. Este hombre se llamaba César y era de la gente Julia. Este César comprende que el Estado tiene que cambiar de forma y de fondo. Es preciso inventar nuevas instituciones y despertar nuevas energías sociales de especie orgánica. Él va a dignificar la provincia frente a Roma. Pero la idea era demasiado sutil, demasiado compleja y vasta par alojarse en las  cabezas putrefactas de la vieja aristocracia romana, inscritas fatalmente dentro de la idea “República”, es decir: Senado, tribunos, comicios con presencia corporal. El intento de superar la limitación romana costó la vida a César. Ninguna otra mente antigua logró “ver” de nuevo su idea. Menos que nadie su heredero, el discreto Augusto, que se instala, desde luego, en los límites del alma romana.»

[Ortega y Gasset, José: “Sobre la muerte de Roma” (1926), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1963, t. II, p. 538 ss.]

El Estado romano y el Estado nacional occidental

 

«Según Renan una nación se compone de estos dos ingredientes: primero, un proyecto de convivencia total en una empresa común; segundo, la adhesión de los hombres a ese proyecto incitativo. Esta adhesión de todos engendra la interna solidez que distingue al Estado nacional de todos los estados antiguos, en los cuales la unión se produce y mantiene por presión externa del Estado sobre los grupos dispares, en tanto que aquí nace el vigor estatal de la cohesión  espontánea y profunda entre los “súbditos”. En realidad, los súbditos son ya el Estado, y no lo pueden sentir –esto es lo nuevo, lo maravilloso de la nacionalidad– como algo extraño a ellos. [...]

Una nación no está nunca hecha. En esto se diferencia de otros tipos de Estado. La nación está siempre haciéndose o deshaciéndose. O está ganando adhesiones o las está perdiendo, según que el Estado represente o no a la fecha una empresa vivaz. [...]

Las empresas estatales de los antiguos, por lo mismo que no implicaban la adhesión fundante de los grupos humanos sobre que se intentaban, por lo mismo que el Estado, propiamente tal, quedaba siempre inscrito en una limitación fatal –tribu o urbe–, eran prácticamente ilimitadas. Un pueblo –el persa, el macedón o el romano– podía someter a unidad de soberanía cualesquiera proporciones del planeta. Como la unidad no era auténtica, interna ni definitiva, no estaba sujeta a otras condiciones que a la eficacia bélica y administrativa del conquistador. Mas en Occidente la unificación nacional ha tenido que seguir una serie inexorable de etapas. Debiera extrañarnos más el hecho de que en Europa no haya sido posible ningún imperio del tamaña que alcanzaron el persa, el de Alejandro o el de Augusto.»

[Ortega y Gasset, José: “La rebelión de las masas” (1930), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. IV, p. 268]

La religión, los auspicios y el Senado

 

«Para Cicerón los dos fundamentos supremos del Estado son los auspicios y el Senado. Nada más que eso y en ese orden. El Senado fue la institución central de la historia romana, sobre cuyo último derecho a mandar no se había dudado jamás en Roma, hasta la gran guerra civil en medio de la cual Cicerón escribía. Nos parece ridículo que los magistrados de Roma, antes de ejecutar ningún acto civil o bélico, tuviesen que consular los auspicios y, muy en serio, se ocupasen en observar los vuelos de las aves, su apetito o desgana y el temple vario de su canto. Pero nuestro desdén no es, en este caso, más que una forma de nuestra estupidez. Porque la ingenuidad superlativa de la operación en que el rito consiste deja tanto mejor de manifiesto cuál es su inspiración. Al auspiciar, el hombre reconoce que no está solo, sino que en torno suyo, no se sabe dónde, hay realidades absolutas que pueden más que él y con las cuales es preciso contar. En vez de dejarse ir, sin más, a la acción que su mente le propone, debe el hombre detenerse y someter ese proyecto al juicio de los dioses. Que este se declare en el vuelo del pájaro o en la reflexión del prudente, es cuestión secundaria; lo esencial es que el hombre cuente con lo que está más allá de él. Esta conducta, que nos lleva a no vivir ligeramente, sino comportarnos con cuidado –con cuidado ante la realidad trascendente–, es el sentido estricto que para los romanos tenía la palabra religio, y es, en verdad, el sentido esencial de toda religión.

Cuando el hombre cree en algo, cuando algo le es incuestionable realidad, se hace religioso de ello. Religio no viene, como suele decirse, de religare, de estar atado el hombre a Dios. Como tantas veces, es el adjetivo quien nos conserva la significación original del sustantivo, y religiosus quería decir “escrupuloso”; por tanto, el que no se comporta a la ligera, sino cuidadosamente. Lo contrario de religión es negligencia, descuido, desentenderse, abandonarse. Frente a relego está nec-lego; religente (religiosus) se opone a negligente.

Los auspicios representan para Cicerón la creencia firme y común sobre el Universo que hizo posibles las centurias de gran concordia romana. Por eso eran el fundamento primero de aquel Estado. Existía tanta trabazón entre este y aquellos, que auspicio vino a significar “mando”, imperium. Estar bajo el auspicio de alguien equivalía a estar a sus órdenes. Y, viceversa, la palabra “augurio” (de que viene nuestro agüero, “Bon-heur”, “mal-heur“), había significado solo aumento, crecimiento, empresa. De ella proceden auctoritas y augustus. Pues bien, augurio llegó a confundirse con auspicio y a significar presagio.»

[Ortega y Gasset, José: “Historia como sistema y del Imperio romano” (1941), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, t. VI, p. 63-65]

El tribuno de la plebe

 

«La plebe en Roma es todavía la plebe sana de una sociedad saludable, no es aún masa petulante y encanallada. Cree con fe viva en la misma imagen del Universo y de la vida en que creían los patricios; cree en Roma y su destino, del cual se siente, hasta la raíz, solidaria y cree en las virtudes efectivas de los nobles, que, año tras año, combaten sus combates por la ciudad y conquistan, por lo común, tesoros, tierras y gloria. Al lado de esto, la plebe quiere participar en el Mando. Más como sabe, a diferencia de la “masa”, que ella no entiende nada del asunto, que ignora la estrategia, el derecho, la diplomacia y la administración, comprende que su papel en la obra de manda no puede ser dirigente y positivo. Por la misma razón, los nobles no andaban tampoco propicios a dejar que gobernase cualquiera la República. De aquí grandes y largas luchas. Luchas, que no revolución; porque los contendientes están soldados unos a otros habo tierra por la concordia radical fundada en las comunes creencias y en la solidaridad inquebrantable de querer ser un pueblo. [...]

Los nobles ceden. Pero ¿qué figura se dará a la solución? El jefe de la muchedumbre, con el título de tribuno de la plebe, entró a formar parte del Mando o Gobierno, es decir, que se convirtió en magistrado con el carácter de representante de la plebe –no de toda la ciudad. Pero este magistrado no es un magistrado, y por ello no se le conceden los honores de tal, mandaré terriblemente, pero sin propiamente mandar. Su atribución principal es el veto. Su mando consistía en evitar el desmán del Mando: era el freno al Mando, el Contramando. Y para ello se le otorgó algo más eficiente que todos los honores: se declaró su persona sagrada, inviolable, tabú. Quien tocase a un tribuno era hombre muerto.

Esta institución tribunicia fue el prodigioso utensilio estatal que aseguró durante centurias la solidaridad entre el Senado y el “pueblo”, entre patricios y plebeyos. Si fijamos en 471 antes de J. C. la fecha probable de su instauración, podemos decir que el tribunado evitó que Roma rodase por la montaña rusa de las revoluciones hasta tres siglos y medio más tarde. La concordia hubiera durado mucho más si Roma hubiera seguido cerrada hacia dentro de sí mismo. Pero su triunfo inaudito sobre el mundo en torno la abrió, intelectualmente indefensa, a influjos forasteros de superior toxicidad.»

[Ortega y Gasset, José: “Historia como sistema y del Imperio romano” (1941), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, t. VI, p. 102 ss.]

¿Cómo sentían el Derecho los romanos?

 

«Para el romano el Derecho no es Derecho porque es justo, sino al revés: lo justo es justo porque es Derecho. La justicia, en el vago sentido ético que hoy comporta predominantemente la palabra para nosotros, no tiene nada que ver con lo que el romano que no era sino romano y no un discípulo de los filósofos griegos llamaba Derecho. El Derecho era una forma de comportamiento dotada por la sociedad de inexorable vigencia a la que podía seguramente recurrir y atenerse el individuo, porque estaba seguro de que se le haría cumplir y no iba a ser cambiado de la noche a la mañana. Lo que esa forma de comportamiento tenía el Derecho para el romano no era su contenido particular; eso era secundario. Las instituciones jurídicas romanas fueron concretamente lo que fueron, pero podían haber sido completamente distintas y poseer, sin embargo, lo que de esencialmente romano había en su Derecho, a saber: el carácter formal, de vigencia invariable de cuyo cumplimiento y permanencia el individuo podía estar seguro.

Las dos notas constitutivas de lo que el Derecho era para el romano: ser inmutable; no ser un mandamiento de ninguna voluntad personal, sino ser lo establecido, o, lo que es igual, la Ley. Ley consuetudinaria, inmemorial, primero; luego, las leyes estatutarias, nuevas, que nacían, que surgían de aquellas leyes ya preexistentes, las cuales determinaban cómo se pueden hacer nuevas leyes, pero sin ser nunca órdenes emanadas de una autoridad personal. El Derecho es, pues, para el romano lo contrario del imperium, lo contrario de todo autoritarismo. Esquematizando, yo diría que el Derecho para el romano es lo que no se puede hacer, como no se puede hacer una ley cósmica, la ley de la gravedad, por ejemplo.»

[Ortega y Gasset, José: “Una interpretación de la historia universal” (1960), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. IX, p. 220 ss.]

De la Monarquía a la República

 

«El pueblo romano ha sido uno de los más religiosos que han existido. Su religión, como la griega, comparada con el cristianismo o con cualquiera de las religiones nacidas en la cultura proximooriental que incluye el Irán –por tanto, el mazdeísmo, la religión de Zoroastro– o con el islamismo, es tosquísima en su doctrina, pero es necesario subrayar que penetró la vida toda de aquel pueblo mucho más que ha intervenido nunca, ni siquiera en sus horas más triunfantes, el cristianismo en la existencia de los europeos. No puedo decir el porqué. Tal vez sea una de las causas la relativa tosquedad de esa religión. Ello es que en la vida romana apenas hay un acto público ni privado que no tenga que ir acompañado de precisos y rigorosísimos ritos. La vida romana estaba impregnada de religión y en la vida de los pueblos europeos la religión no ha acabado de penetrar e impregnar nunca íntegramente la vida, sino que ha quedado más bien como algo que se pone encima de nosotros.

Pues bien, los principales ritos, que se refieren a los temas más importantes de la vida pública, no pueden ser cumplidos por cualquiera, sino por ciertos hombres pertenecientes a determinadas familias que a lo largo de los oscuros siglos se habían ido adelantando, a la vez, por su valor guerrero, por el acopio de riquezas y por su religiosidad. Esto da lugar a que aparezca la primera autoridad estable y la primera facción de Estado permanente bajo la figura del director de los sacrificios, pro tanto, de los ritos religiosos, del hombre cuya misión es cumplir con exactitud los ritos de la vida religiosa colectiva. A este se la llamó rex –rey–, que significa rector, porque rige o dirige los ritos religiosos, los sacrificios –rex sacrorum. Y sacri-ficio no significa simplemente matar animales en ofrenda a Dios, sino el conjunto de los actos sacros: todo lo que sea hacer sacro es sacri-ficio.

Ya tenemos la institución de la realeza, que surge, ante todo, como un oficio religioso, pero –no habiéndose aún diferenciado las funciones– sobre esa función de sumo sacerdote van a caer las competencias. El será, a la vez, el general del Ejército, el legislador y el máximo juez. El ejercerá, plenario, el imperium. Este hombre, el rex, el rey, no es ya, pues, jefe, caudillo, o lo que sea espontáneamente, sino que lo es porque tiene derecho, y tiene derecho porque todo su pueblo cree que los dioses quieren que lo tenga, habiendo otorgado a la sangre de su familia ese don de dar eficacia a los ritos, esa gracia mágica, o, como los griegos decían, carisma, de estar más cerca de los dioses que los demás. Y como todo el pueblo dependía del favor de los dioses, ese hombre será absolutamente imprescindible para la colectividad. El rey es, pues, el jefe del Estado no espontáneamente como el primitivo imperator, sino con título legítimo.

El rey, pues, es jefe del Estado por un título que proviene de la gracia de Dios; esta gracia mágica, que llamamos don o “carisma”. La legitimidad originaria, prototípica, la única compacta y saturada ha sido, en casi todos los pueblos conocidos, el rey por la gracia de Dios. Pura, no hay otra. Legitimidad pura solo hay esa, cuando la hay. [...]

Los romanos expulsaron a los reyes etruscos y por odio a ellos, tanto por su extranjería como por su tiranía, sintieron desde entonces una repulsión inextinguible hacia la misma idea de la Monarquía e implantaron lo que se ha llama la República. Pero esa República, ese nuevo Estado comienza por ser, salvo la eliminación de los reyes, idéntico en todo a la antigua Monarquía. El rey había tenido siempre a su vera el Senado, por lo menos como cuerpo consultivo compuesto por los antiguos reyes de las tribus, es decir, por los jefes de las gentes o parentelas más antiguas, respetadas y poderosas. La única innovación de este nuevo Estado, de la República, fue partir al rey ausente –por tanto, a la institución monárquica– en dos, que fueron los dos cónsules. Estos estaban encargados de dirigir los actos rituales religiosos más importantes del pueblo romano como tal pueblo, que eran los auspicios, los augurios; eran a la vez los cónsules, los jefes del ejército, los máximos jueces, los legisladores, sin bien para establecer las leyes tuvieron que empezar a contar con el Senado y más tarde con el pueblo.

Las expulsión de los reyes no pudo operarse en un santiamén; costó largas guerras, porque los etruscos apoyaban la dinastía de sus parientes. Aunque la rebelión fue aristocrática, no humo más remedio que emplear todos los hombres, los varones útiles de Roma, pobres o ricos, nobles o vulgares. Este contingente total de los habitantes varones sin distinción de clases, actuando en la guerra en formación de ejército, es lo que se llamó populus. De ahí que devastar una región se dijese en latín populari. Populus es, pues, estrictamente el conjunto de los ciudadanos organizados en pie de guerra. Del sustantivo populus se formó el adjetivo publicus; lo del populus es lo público. Los senadores no tuvieron más remedio que hacer concesiones al populus en materia de legislación, y ahí tienen constituido el nuevo Estado romano, que va a recibir el nombre con crudeza clara, con un extrañísimo nombre, porque son dos nombres, Senatus Populusque, y de ahí van a dimanar todas las leyes, del Senado y del pueblo. Esta dualidad es la nueva Roma.

Y, sin embargo, no se atrevieron a romper radicalmente con la legitimidad de la realeza. Lo hubieran sentido como sacrilegio y tuvieron que conservarla, por lo menos en su lado religioso, creando el rex sacrorum –encargado de esa relación más inmediata del pueblo con los dioses. Pero a la vez temerosos de que en ella pudiese rebrotar la odiada monarquía, estatuyeron que el rex sacrorum no pudiese jamás ocupar cargo alguno político o militar, lo que hizo siempre difícil hallar personas dispuestas a semejante renuncia. El rex sacrorum no era sino el auténtico rey de siempre, el rey legítimo exonerado de todos los poderes políticos; por tanto, como disecado, momificado. Figura melancólica la de ese hombre políticamente paralítico –y recuerden que para el vivir romano la actuación política lo era todo–; es un ejemplo soberano de la presencia del pasado en el presente, que es un ser presente en cuanto que ausente, que es un estar sin estar y que en este caso extremo cobra franco carácter de supervivencia y superstición.

Vemos, pues, que la legitimidad de la realeza es la primigenia, prototípica y ejemplar; que, por lo tanto, es la única originaria y que, larvadamente, perdura bajo toda otra forma. [...]

La República se ha inveterado. Ella representa los siglos céntricos, normales y ejemplares de Roma, lo cual quiere decir tranquilos. A pesar de faltar el rey y, por tanto, lo que llamo legitimidad fundamental, la forma de gobierno romano, ese reparto de poderes, de soberanía entre los cónsules, el Senado y el populus ha sido, por excepción, una de las más sólidas que nunca han existido. La forma del Estado romano, la articulación de sus contradictorias instituciones es algo, que sepamos, único en la historia y solo tiene alguna similitud con el Estado inglés. Ya a los griegos les parecía sobremanera extraño y con sus cabezas de geómetras no acertaban a comprender aquella yuxtaposición de principios opuestos.

Para el romano de la República es el Senado la institución que representa la más auténtica y venerable legitimidad –lo que llamaban la auctoritas patrum. Y la razón de ello es que sentían el Senado como la institución en que, larvadamente, se conservaba la monarquía sin los inconvenientes de ésta. En efecto, el rex lo había tenido siempre junto a sí, por lo menos como cuerpo consultivo. Además se componía, en su núcleo más ilustre y respetado, de antiguas familias reales, de los patres o jefes de las gentes, parentelas o clanes. El Senado también era y sigue siendo por la gracia de Dios.

El pueblo romano creía en el derecho trascendente, como sobrehumano, del Senado a ejercer su autoridad. Digo que el pueblo romano creía –no que este o aquel individuo lo creían. Se trata de la creencia colectiva, del consensus general que posee plena vigencia en el cuerpo social.

Roma, al crecer, se ha llenado de nuevos habitantes, que no poseen la vieja tradición de los patricios, que no tienen especial y más directa relación con los dioses –son los ciudadanos cualesquiera, con la plebe. Estos ciudadanos que representan una arrolladora mayoría, que crean y poseen la nueva riqueza del comercio, la industria y que financian al Estado como contratistas de rentas públicas son, sin duda, el efectivo presente. Este presente se afirma en sí mismo sin más; sin pretender formalmente a la legitimidad, sostenido a los sumo por una vaga idea –por tanto, no una auténtica creencia– de que contribuyendo a las guerras en mayor número que los patricios deben participar en el mando, en el imperium. Y esto son los comicios populares y el sufragio universal. Pero no se les ocurre nunca a los plebeyos suprimir el Senado, porque siguen creyendo en su derecho, en cuanto derecho últimamente religioso que tiene del pasado. El romano, aun el más plebeyo, era conservador en el sentido de que le infundía místico terror romper con el pasado, seccionar la continuidad con él –exactamente en este punto como ha sido el pueblo inglés.»

[Ortega y Gasset, José: “Una interpretación de la historia universal” (1960), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. IX, p. 107 ss.]

La legitimidad romana

 

«Algo es jurídicamente legítimo –el rey, el Senado, el cónsul– cuando su ejercicio del Poder está fundado en la creencia compacta que abriga todo el pueblo de que, en efecto, es quien tiene derecho a ejercerlo. Pero al rey no se le reconoce ese derecho aisladamente, sino que la creencia en que es el rey o el Senado quien tiene derecho a gobernar solo existe como parte de una creencia total en cierta concepción del mundo que es igualmente compartida por todo el pueblo; en suma, el consensus. Esa concepción es, tiene que ser religiosa. De aquí que cuando –por unas u otras causas– esa creencia total común se resquebraja, se debilita o se desvanece, con ella se resquebraja, se debilita o se desvanece la legitimidad. Y como esto acontece irremediablemente en el proceso de toda historia, llega sin remedio en ella la fecha en que los hombres, como si dijéramos al levantarse por la mañana, se encuentran con que hoy hay legitimidad –se ha volatilizado–, aunque nadie haya ni siquiera intentado quebrantarla. Podrá subsistir tal o cual grupo de ciudadanos que sigue creyendo con la misma firmeza en la concepción religiosa tradicional y consecuentemente en la legitimidad del rey. Pero aquí no se está hablando de lo que cree un individuo o un grupo de ellos, sino de lo que cree el pueblo entero, que es donde nace, se nutre y pervive toda la legitimidad. Esta no desapareció en Roma de ese modo suave. Se la quebrantó, se la fue triturando día por día desde el año 200, tal vez desde 225, que es cuando Roma conquista a Grecia y el contacto con aquellas más antiguas y mucho más ricas e inquietas vida y cultura inicia la desintegración del bloqueo compacto que era la creencia total común romana.»

[Ortega y Gasset, José: “Una interpretación de la historia universal” (1960), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. IX, p. 118]

El Imperio romano y la falta de legitimidad

 

«El Imperio romano surgió como resultado, precipitado o decantación de once guerras civiles. Los romanos llegaron a sentir cansancio vital extremo y sentían la absoluta necesidad de que un orden, fuera el que fuera, quedase establecido. No se trataba ya de ideas políticas: apenas nadie tenía ya eso que se llama “ideas políticas”. Roma había llegado al momento de su historia en que se habían hecho ya todas las experiencias de “Ideas políticas”, de formas de gobierno, incluso de la dictadura. Augusto triunfando de los otros grupos romanos establece ese orden, proporciona a los cansados el reposo, la tranquilidad. Augusto no era una idea política, el Imperio por él iniciado no fue una “idea política”. Fue un puro expediente que duró casi cinco siglos y que se llamó nada menos que Imperio romano. Augusto asume el poder y lo ejerce revistiéndose de ciertas figuras institucionales –proconsulare imperio, tribuno de la plebe, censuror editos, pontifex maximus. Esta acumulación ilegal de todas estas magistraturas no tenía ninguna realidad ni jurídica ni popular. Eran puras máscaras con que se cubría el ejercicio del poder absoluto por una persona. Eran pura carrocería. El ejercicio del poder público por el Imperator no era, ni fue nunca, un derecho, fue un desnudo hecho sostenido por el ejército. El Imperio romano será siempre eso: el poder público asumido y manejado por el poder militar o ejército. Entre las ficciones con que se decora el Imperio está una vaguísima presunción de que el Senado debía confirmar, o no, la elección practicada por las tropas. Esto no fue nunca seria realidad.

Todo lo anterior se resume en este hecho estupefaciente: el Imperio romano, la forma de gobierno que dirigió toda la ecumene durante más de cuatro siglos, fue un Estado ilegítimo, fue la ilegitimidad como forma de gobierno. De aquí que no existiese en él un principio para determinar la sucesión del Princeps. Era un príncipe sin principio, cada nuevo emperador era elegido de una manera ilegítima, con lo cual quedaba renovado siempre de nuevo lo que podríamos llamar el principio de la ilegitimidad. El emperador, como institución, es el contraste extremo del Res legitimum.

Durante toda la Edad Media y el Renacimiento se pensaba que el Imperio romano no había sido un Estado, sino, lisa y llanamente, el Estado. No había ni podía haber otra forma de gobierno suficiente y posible. De aquí los repetidos ensayos para renovarlo hasta la mitad del reino de Carlos V. Luego siguieron aún intentos ya de tipo ilusionario de restaurar el Imperio, como el de Federico Guillermo IV. Pues bien, ese, el más ilustre de los Estados, ese prototipo de Estado, resulta que es una institución absurda de toda absurdidad.

Desde la muerte de Julio César los romanos tenían la conciencia, la subjetiva impresión de que vivían políticamente en forma ilegítima. Los romanos mismos fueron los que pensaban así. El simple hecho de que fuese la potestas imperii la que calificase el nuevo régimen, revela has qué punto era lo contrario de una auténtica institución. Porque imperium era el ámbito de potestad arbitraria que se otorga al magistrado para que “mande” según su albedrío en lo que la ley no prescribe. Era un poder discrecional, por tanto, lo más opuesto a la ley. Por eso no era ni podía ser una magistratura.

El imperium fue solo un expediente, una solución que se adopta porque la urgencia lo impone, porque no hay otra mejor. Esa solución no tiene más título que la eficacia y por eso, pasado el peligro, suele desaparecer. Lo sorprendente del caso romano es que no desapareció, que perduró sin transformarse en algo mejor fundado, sin lograr modelarse como institución y magistratura. Pero en la conciencia de los romanos siguió siendo algo jurídicamente ilegítimo; la idea de que el Senado es el supremo cuerpo civil y la decisiva auctoritas pervive siempre, como fondo de la sensibilidad hasta Diocleciano.

Los jefes del Estado, en la buena tradición romana, eran escogidos y sancionados por el cuerpo electoral de los ciudadanos, por los comicios. Pues bien, yo sostengo que el ejército del Imperio era el órgano homólogo del cuerpo electoral republicano. Este se había convertido en intriga, farsa y violencia.

La constitución tradicional y legítima se denomina Senatus Populusque Romanus. Ahora bien, el pueblo, el populus, es originariamente la nación en arma, es el ejército de los ciudadanos. Por eso populari no significa poblar, sino todo lo contrario, “despoblar”, devastar. El ejército romano era el conjunto de los ciudadanos y, especialmente, sus clases superiores –esto es lo que se llamaba populus–; y lo era hasta el punto de que fue la organización del ejército quien conformó el cuerpo electoral. Hay, pues, una continuidad de hecho entre las elecciones normales en los comicios y la aclamación de un emperador por las legiones. El soldado, pues, en la estructura de aquella sociedad, significa a la vez el militar, el elector y el obrero.»

[Ortega y Gasset, José: “Cómo muere una creencia” (1954), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. IX, p. 707 ss.]

La pérdida de la fe de los romanos en sus instituciones

 

«No ha habido pueblo que haya tenido más fe en sus instituciones que el pueblo romano. Más aún, la fe del pueblo romano consistía precisamente en sus instituciones. Recuérdese que estas no eran solo humanas. La ciudad, Roma, era la convivencia de los hombres y de los dioses. Las instituciones civiles eran inseparables de las instituciones religiosas, de modo que no cabe imaginar la pérdida de fe en aquellas sin que se diese a la vez la pérdida de la fe en los dioses, por tanto, la pérdida de toda fe. Una y otra vez, ya desde el propio Augusto, se intenta en alguna manera volver a los usos políticos antiguos. Es el prurito de toda ilegitimidad. Desea legitimarse volviendo al derecho normal e inveterado. Se intenta restaurar la antigua religión, ya decaída; se procura eliminar a los extranjeros, rehabilitar las viejas instituciones religiosas y usuales, e incluso se produce un movimiento arcaizante en el idioma repristinando vetustos vocablos caídos en desuso.

Mas si la situación o los problemas son nuevos y no se puede volver a soluciones antiguas, ¿qué cabe hacer? Señores, solo una cosa: inventar. Roma, en este caso máximo, falló. Había sido el pueblo con mayor genio para inventar instituciones, tanto de derecho público como privado.

Los romanos de la Monarquía y de la República eran hombres estupendos, geniales, pero eran incultos. Así, después de la batalla de Pidna (168 años antes de Cristo), en que fueron vencidos los persas, Grecia hizo soplar con toda fuerza un viento espiritual sobre las cabezas macizas, toscas, de los romanos. Grecia significa ante todo: poetas, retóricos y pensadores. Los pensadores son fabricantes de ideas. Los romanos nunca habían tenido ideas y, de pronto, se llenaron de ideas. Sobre la “intoxicación por la victoria” sufrieron “intoxicación por la cultura”. En la campaña de Macedonia, los romanos se contagiaron de la cultura helénica. Sobre los romanos cayó súbitamente un diluvio de ideas.

Pero al principio las ideas son fuerzas destructoras, porque desarraigan a los hombres de una u otra creencia y finalmente, al cabo del tiempo, pueden destruir toda la creencia de un pueblo. Este destino sufrió, naturalmente en conexión con otras muchas causas, progresivamente, lo que parecía férrea creencia de los romanos.

La historia de los dos primeros siglos del Imperio romano ofrece este aspecto: fue la época de la “culturización” de los romanos, la época de la helenización de los latinos, de los italiotas, de los españoles, de los galos, moros y sirios. Al terminar el siglo II, el mundo romano ye estaba culturalizado, pero la desaparición de las creencias era evidente. Recordemos que el comienzo del Imperio coincidió con la etapa inicial de esta desaparición de las creencias.

Al fin de este segundo siglo y principios del tercero los romanos estaban completamente desmoralizados. Ya no tenían espina dorsal. Habían vivido de una creencia determinada, de un sistema de creencias. La creencia de los romanos era muy sencilla, y esta sencillez era la causa de su fuerza y dureza. Creían en sí mismos como romanos, como ciudadanos de la ciudad de Roma. Pero la ciudad de Roma era no solo una ciudad de hombres, sino una coexistencia de hombres y dioses. Esta coexistencia tenía aún, respecto a los dioses, un carácter jurídico, y el romano creía ante todo en su derecho y en el derecho en general. A lo largo de la vida del Imperio la creencia en este derecho había desaparecido y solo quedaba una sutil, pero solo técnica, relación con él. Era más bien jurisprudencia que derecho vivido. Sin la fe en sus instituciones, los romanos habían perdido por completo una vida pública desde hacía dos siglos.

Se conservaba oficialmente a los antiguos dioses, porque estaban intrincados profundamente en la esencia de la ciudad de Roma, pero habían perdido su presencia auténticamente religiosa antes los individuos. A los mas eran honrados de una manera inerte, con lo que los teólogos llaman “fe muerta”.

Sin Derecho, sin dioses, los romanos no solo se habían quedado humanamente vacíos, sino al mismo tiempo humanamente degradados, avilis. El proceso comenzó ya en el tiempo de Cicerón y continuó durante dos siglos. De tales seres no se puede esperar ciencia, ni verdadera poesía, ni verdadera religión. Por eso se abrieron a las supersticiones más elementales y a las pseudofilosofías más estúpidas y a la charlatanería teosófica.»

[Ortega y Gasset, José: “Cómo muere una creencia” (1954), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. IX, p. 715 ss.]

 

«El Imperio romano duró cinco siglos –tanto, pues, como la República romana–, sin que pueda con adecuación decirse que los romanos se habituaron a él. Roma vivió su Imperio en constante sobresalto, sin saber hoy lo que este iba a ser mañana como institución del poder público. Los que se acostumbraron al Imperio fueron más bien los demás pueblos sometidos, hasta el punto de que llegaron a creer en su eternidad –Roma Aeterna– y no se decidieron a arrinconar la realidad o, cuando menos, la idea del Imperio hasta el siglo XVI.»

[Ortega y Gasset, José: “Historia como sistema y del Imperio romano” (1941), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, t. VI, p. 87 s.]

EL IMPERIO ROMANO

El Imperio romano (en latín: Imperium Romanum, Senatus Populusque Romanus o Res publica Populi Romani, que significa ‘el dominio romano’) fue la etapa de la civilización romana clásica, posterior a la República romana y caracterizada por una forma de gobierno autocrática. El nacimiento del Imperio viene precedido por la expansión de su capital, Roma, que extendió su control en torno al mar Mediterráneo. Bajo la etapa imperial los dominios de Roma siguieron aumentando hasta llegar a su máxima extensión durante el reinado del emperador Trajano, momento en que abarcaba desde el océano Atlántico al oeste hasta las orillas del mar Caspio, el mar Rojo y el golfo Pérsico al este, y desde el desierto del Sahara al sur hasta las tierras boscosas a orillas de los ríos Rin y Danubio y la frontera con Caledonia al norte. Su superficie máxima estimada sería de unos 6,5 millones de km².

Durante los casi tres siglos anteriores al gobierno del primer emperador, César Augusto, Roma había adquirido mediante numerosos conflictos bélicos grandes extensiones de territorio que fueron divididos en provincias gobernadas directamente por propretores y procónsules, elegidos anualmente por sorteo entre los senadores que habían sido pretores o cónsules el año anterior.

Los dominios de Roma se hicieron tan extensos que pronto fueron difícilmente gobernables por un Senado incapaz de moverse de la capital ni de tomar decisiones con rapidez. Por otra parte, un ejército creciente reveló la importancia que tenía poseer la autoridad sobre las tropas para obtener réditos políticos. Así fue como surgieron personajes ambiciosos cuyo objetivo principal era el poder, como Julio César, quien no solo amplió los dominios de Roma conquistando la Galia, sino que desafió la autoridad del Senado romano.

Cuando la República Romana se vio envuelta en guerras civiles y asesinatos, se buscó conceder poderes absolutos a un hombre poderoso para que rehiciera el Estado. Fue cuando se puso al Tribuno de la Plebe por encima del Consulado.

El Imperio romano como sistema político surgió tras las guerras civiles que siguieron a la muerte de Julio César, en los momentos finales de la República romana. Tras la guerra civil que lo enfrentó a Pompeyo y al Senado, César se había erigido en mandatario absoluto de Roma y se había hecho nombrar Dictator perpetuus (dictador vitalicio). Lo que llevó a los conservadores del Senado romano a conspirar contra él y a asesinarlo durante los Idus de marzo dentro del propio Senado, lo que suponía el restablecimiento de la República, cuyo retorno sería efímero.

El joven hijo adoptivo de César, Octavio, se convirtió años más tarde en el primer emperador de Roma, tras derrotar en el campo de batalla, primero a los asesinos de César, y más tarde a su antiguo aliado, Marco Antonio, unido a la reina Cleopatra VII de Egipto en una ambiciosa alianza para conquistar Roma.

Augusto aseguró el poder imperial con importantes reformas y una unidad política y cultural centrada en los países mediterráneos, que mantendrían su vigencia hasta la llegada de Diocleciano. Fue Diocleciano quien, por primera vez, dividió el vasto Imperio para facilitar su gestión. El Imperio se volvió a unir y a separar en diversas ocasiones siguiendo el ritmo de guerras civiles, usurpadores y repartos entre herederos al trono hasta que, a la muerte de Teodosio I el Grande en el año 395, quedó definitivamente dividido.

Finalmente en 476 el hérulo Odoacro depuso al último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo. El Senado envió las insignias imperiales a Constantinopla, la capital de Oriente, formalizándose así la capitulación del Imperio de Occidente. El Imperio oriental proseguiría casi un milenio en pie bajo el nombre de Imperio bizantino, hasta que en 1453 Constantinopla cayó bajo el poder otomano.

Varios fueron los intentos de restauración del Imperio, al menos en su denominación. Destaca el intento de Justiniano I, por medio de sus generales Narsés y Belisario, el de Carlomagno así como el del propio Sacro Imperio Romano Germánico, pero ninguno llegó jamás a reunificar todos los territorios del Mediterráneo como una vez lograra la Roma de tiempos clásicos.

LOS EMPERADORES ROMANOS

Las primeras dinastías

 

Augusto (27 a. C.-14 d. C.)

Los primeros emperadores desde Augusto hasta la muerte de Nerón (27-68 d. C.) formaron la dinastía Julio-Claudia.

La dinastía Julio-Claudia (27 a. C.-69 d. C.)

 

Tiberio (14-37 d. C.) – muere supuestamente asesinado.

Calígula (37-41 d. C.) – murió asesinado.

Claudio (41-54 d. C.) – murió envenenado.

Nerón (54-68 d. C.) – se suicidó.

Galba – murió asesinado.

Otón – se suicidó.

Vitelio – murió asesinado.

Tiberio, Calígula y Nerón fueron especialmente despóticos y se dejaron llevar por excesos que pusieron a prueba la fortaleza del sistema consolidado bajo la administración de Octavio.

La dinastía Flavia (69-96 d. C.)

 

Vespasiano (69-79 d. C.)

Tito (79-81 d. C.)

Domiciano (81-96 d.C.)

Los Cinco Buenos Emperadores (96-180 d. C.)

 

Nerva (96-98 d. C.)

Cómodo

Los Cinco Buenos Emperadores llevaron Roma a su culmen territorial, económico y de poder: Nerva; Trajano, de origen hispano y gran conquistador; Adriano, querido emperador que realizó grandes reformas y visitó numerosas partes del imperio; Antonino Pío; y Marco Aurelio, pensador a la par que defensor de las fronteras.

La dinastía Severa (193-235 d. C.)

 

Septimio Severo (193-211)

Caracalla (211-217) – murió asesinado.

Macrino (217-218)

Heliogábalo (218-222) – murió asesinado.

Alejandro Severo (222-235) – murió asesinado.

Crisis del siglo III (235-284)

 

La crisis o anarquía del siglo III duró cincuenta años: desde la muerte del Alejandro Severo (235) al acceso al trono del Imperio de Diocleciano (284). Se producen fuertes presiones de los pueblos exteriores al Imperio y una fuerte crisis política, económica y social en el interior del Imperio. Anarquía militar (235-268), en la que se produce una ausencia casi constante de una autoridad regular central duradera y durante la cual los soldados de los ejércitos fronterizos, de los limes imperiales, designan y eliminan emperadores a su voluntad.

Emperadores ilirios (268-284): Tras años de anarquía militar, diferentes emperadores de origen ilírico y danubiano lograron reunificar el Imperio y sentar las bases para restablecer la situación.

Con el nombramiento de Diocleciano y el establecimiento primero de la Diarquía y después de la Tetrarquía, se da por superada la crisis del siglo III.

Entre los años 238 al 285 hubo 19 emperadores, ninguno de los cuales murió de muerte natural, y que fueron incapaces de tomar las riendas del gobierno y actuar de forma coordinada con el Senado, por lo que terminaron por sumir Roma en una verdadera crisis institucional. Durante este mismo periodo comenzó la llamada «invasión pacífica», en la que varias tribus bárbaras se situaron, en un principio, en los limes del imperio debido a la falta de disciplina por parte del ejército, además de la ingobernabilidad emanada del poder central, incapaz de actuar en contra de esta situación.

El Bajo Imperio (284-395) – Etapa de absolutismo imperial

 

Diocleciano y la Tetrarquía (284-395)

Tras los siglos dorados del Imperio romano (período denominado Pax romana, que abarca los siglos I a II), comenzó un deterioro en las instituciones del Imperio, particularmente la del propio emperador. El Bajo Imperio romano se extiende desde el acceso al poder de Diocleciano en 284 hasta el fin del Imperio romano de Occidente en 476.

La nueva ordenación política de Diocleciano detuvo la caída del Imperio durante casi dos siglos. Con Diocleciano comienza la época del absolutismo imperial. Ya no hubo más que un dueño sin limitaciones y una masa de siervos que le otorgaba el título de “Dominus sacratíssimus”. Se creó un ceremonial cortesano al modo de Oriente y el emperador fue divinizado y adorado. Ya no era el princeps (primero de los ciudadanos), sino el señor a quien se ofrecían sacrificios y cuyo acceso era para los súbditos casi imposible. Este endiosamiento del emperador tenía como objetivo elevar la persona imperial de modo que su prestigio mantuviese a raya los desmanes de los funcionarios y de la soldadesca y garantizar así la continuidad en el gobierno del Estado.

La dinastía Constantiniana (305-363)

La dinastía constantiniana comprende las familias relacionadas directa o indirectamente entre sí del Imperio Romano desde la toma del poder por Diocleciano en 284 a la muerte de Juliano en 363. Recibe su nombre del «miembro» más conocido: Constantino el Grande.

La dinastía valentiniana (364-395)

La Dinastía valentiniana, por el nombre de su fundador, Valentiniano I, estaba integrada por cuatro emperadores, gobernó en el Imperio Romano de Occidente de 364 a 392, fecha en que murió su último representante; y en el Imperio Romano de Oriente desde 364 hasta 378.

La división del Imperio (395-476)

El Imperio romano de Occidente es la parte occidental del Imperio romano, después de su división en Occidente y Oriente iniciada con la tetrarquía del Emperador Diocleciano (284-305) y efectuada de forma definitiva por el Emperador Teodosio I (379-395), quien lo repartió entre sus dos hijos: Arcadio recibió el Imperio de Oriente y Honorio recibió el de Occidente.

El fin del Imperio romano de Occidente (395-476)

 

A principio del siglo V, las tribus germánicas, empujadas hacia el Oeste por la presión de los pueblos hunos, procedentes de las estepas asiáticas, penetraron en el Imperio romano. Las fronteras cedieron y el ejército no pudo impedir que Roma fuese saqueada por visigodos y vándalos. Cada uno de estos pueblos se instaló en una región del imperio, donde fundaron reinos independientes. Uno de los más importantes fue el que derivaría a la postre en el Sacro Imperio Romano Germánico.

El emperador de Roma ya no controlaba el Imperio, de tal manera que en el año 476, un jefe bárbaro, Odoacro, destituyó a Rómulo Augústulo, un niño de 15 años que fue el último emperador romano de Occidente y envió las insignias imperiales a Zenón, emperador Romano de Oriente.

Con el colapso del Imperio romano de Occidente finaliza oficialmente la Edad Antigua dando inicio la Edad Media.

Supervivencia del Imperio romano de Oriente (395-1453)

 

El Imperio bizantino (también llamado Imperio romano de Oriente o, sencillamente, Bizancio) fue el Estado heredero del Imperio romano de Oriente que pervivió durante toda la Edad Media y el comienzo del Renacimiento y se ubicaba en el Mediterráneo oriental. Su capital era Constantinopla (actual Estambul), cuyo nombre más antiguo era Bizancio. También se conoce al Imperio bizantino como Imperio romano de Oriente, especialmente para hacer referencia a sus primeros siglos de existencia, durante la Antigüedad tardía, época en que el Imperio romano de Occidente continuaba todavía existiendo.

El Imperio restaurado: el Sacro Imperio Romano (800-1806)

 

El Imperio carolingio es el reino franco que dominó la dinastía carolingia del siglo VIII al siglo IX en Europa occidental. Este período de la historia europea deriva de la política de los reyes francos, Pipino el Breve y Carlomagno, que supuso un intento de recuperación en los ámbitos políticos, religioso y cultural de la época medieval. La coronación de Carlomagno como emperador en Roma fue un hecho importante como signo de restauración de facto del Imperio romano de Occidente. Tras su partición por el Tratado de Verdún en 843, le sucedería un siglo después el Reino de Francia en su parte oeste, y el Sacro Imperio Romano Germánico en el este.

El Sacro Imperio Romano Germánico (en alemán: Heiliges Römisches Reich y en latín: Sacrum Romanum Imperium —para distinguirlo del Reich Alemán de 1871—, y también conocido como el Primer Reich o Imperio antiguo), fue una agrupación política ubicada en la Europa occidental y central, cuyo ámbito de poder recayó en el emperador romano germánico desde la Edad Media hasta inicios de la Edad Contemporánea.

Su nombre deriva de la pretensión de los gobernantes medievales de continuar la tradición del Imperio carolingio (desaparecido en el siglo X), el cual había revivido el título de Emperador romano en Occidente, como una forma de conservar el prestigio del antiguo Imperio romano. El adjetivo «sacro» fue empleado para legitimar su existencia como la santa voluntad divina en el sentido cristiano. El título Sacrum Romanum Imperium apareció hacia 1184 y fue usado de manera definitiva desde 1254. El complemento Deutscher Nation (en latín: Nationis Germanicæ) fue añadido en el siglo XV.

LA ILEGITIMIDAD DEL ESTADO

«Esta imagen de todo el proceso histórico desde mil y más años se había decantado en la conciencia griega y romana. Se compone de tres grandes ideas o imágenes. La primera: la experiencia de que toda forma de gobierno lleva dentro de sí su vicio congénito y, por lo tanto, inevitablemente degenera. Esta degeneración produce un levantamiento, el cual derroca la Constitución, derrumba aquella forma de gobierno y la sustituye por otra, la cual a su vez degenera y contra la cual, a su vez, se sublevan, siendo también sustituida. Se discutió cuál era la línea exacta de precedencia y subsecuencia en este pasar inexorable de una forma de gobierno a otra. Aristóteles discute con Platón y se llega a una especie de doctrina canónica del pensamiento político, que viene a ser esta: la institución más antigua y más pura es la Monarquía, pero degenera en el poder absoluto, que provoca la sublevación de los hombres más poderosos, de los aristócratas, que derrocan la Monarquía y establecen una Constitución aristocrática. Pero la aristocracia degenera a su vez en oligarquía y esto provoca la sublevación del pueblo, que arroja a los oligarcas e instaura la democracia. Pero la democracia es muy pronto el puro desorden y la anarquía; va movida por los demagogos y acaba por ser la presión brutal de la masa, de lo que se llamaba entonces el populacho, okhlos, y viene la okhlocracia. La anarquía llega a ser tal que uno de esos demagogos, el más acertado o poderoso, se alza con el poder e instaura la tiranía, y si esa tiranía persevera se convierte en Monarquía, y se tendrá que las instituciones se muerden la cosa y vuelve a empezar el ciclo de evoluciones. Esto es lo que se llamó el círculo, ciclo o circuito de las formas de gobierno. [...]

El Estado, el ejercicio del poder público empieza por ser ilegítimo y termina por ser ilegítimo. Al llegar un pueblo a su extrema madurez acontece lo más inesperado: la reaparición de todos los caracteres que primitivamente manifiesta la función estatal. De esta queda solo que lo tiene de cirugía de urgencia, de reacción social en la hora de peligro; el depositario o agente de ella –el Jefe– no lo es por ningún derecho, sino que puede serlo cualquiera, que todo el mundo la necesita y nadie la quiere. ¿No alumbra todo esto con la más cruda, despiadada luz lo que constituye de verdad, en el núcleo mismo de su esencia, el Estado?

Mas lo que sí parece evidente es que el Estado no consiste en legitimidad, sino que esta es un feliz añadido, una afortunada virtud de que logran dotarle los pueblos en sus siglos mejores, merced a su pureza de espíritu, a la integridad de sus creencias, a su lealtad y a su generosidad, calidades todas que se van evaporando conforma la ilegitimidad avanza.»

[Ortega y Gasset, José: “Una interpretación de la historia universal” (1960), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. IX, p. 29 + 155]

LA ILEGITIMIDAD DEL IMPERIO ROMANO

«Al final de todo el proceso de mil años que es la historia de Roma, el jefe de su Estado vuelve a ser... cualquiera. Por eso el Imperio no tuvo nunca genuina forma jurídica, auténtica legalidad ni legitimidad. El Imperio fue esencialmente una forma informa de Gobierno, una forma de Estado sin auténticas instituciones. Todo el mundo la necesitaba, pero como no era ni podía ser un Estado normal porque no podía gozar de legitimidad, la necesitaba, pero no la quería nadie, ni siquiera Augusto.» [o. cit., p. 154]

Para Ortega, el déficit de legitimidad en el Estado romano comenzó a manifestarse ya antes de que se fueran disolviendo las instituciones republicanas al concentrar el imperator todo el poder público. Con al advenimiento de Imperio se consumó en Roma el proceso de ilegitimación de las instituciones y las estructuras del poder político. Pero esto proceso ya habría comenzado cuando la Monarquía, que representaba la legitimidad auténtica para los romanos, fue sustituida por una República de deficiente legitimidad democrática. La legitimidad del Estado republicano romano comenzó a deteriorarse cuando el conjunto de creencias y costumbres inveteradas, de vigencia colectiva, el ethos social romano que garantizaba el consensus, se vieron amenazadas al extenderse territorialmente el Estado romano y absorber otros pueblos con otra forma de vida.

La concordia para los romanos era el conjunto de creencias comunes de las que participaban todos los miembros de una sociedad y que no se ponían en duda. Para Cicerón la concordia en la Roma de mediados del Siglo I a. C. se había roto porque ya no había creencias comunes para toda la sociedad y los romanos ya no estaban de acuerdo en quién debía mandar.

Durante la República nadie había puesto en cuestión la autoridad del Senado. En su escrito De Republica, Cicerón ve que el fundamento del Estado romano son los auspicios y el Senado. Antes de actuar, el político romano debía auspiciar, someterse al juicio de los dioses, debía actuar religiosamente, es decir, escrupulosa y prudentemente y no abandonarse a la negligencia. Cuando la sociedad romana dejó de comportarse escrupulosamente y comenzó a dudar sobre la legitimidad del mando del senado, la República perdió su fundamento y fue sustituida por un nuevo proyecto político, el Imperio.

Como dice Ortega, el Imperio romano surgió como resultado, precipitado o decantación de once guerras civiles, después de las cuales los romanos llegaron a sentir cansancio vital extremo y sentían la absoluta necesitad de que un orden, fuera el que fuera, quedase establecido. Los romanos ya no tenían nuevas ideas políticas, después de haber hecho las experiencias de todas las formas de gobierno, incluso de la dictadura.

El ejercicio del poder público por el Imperator no fue nunca un derecho, fue un desnudo hecho sostenido por el ejército. El Imperio romano a lo largo de la historia será siempre el poder público asumido y manejado por el poder militar o ejército. El poder militar es el aparato que forma parte del Estado.

El Imperio romano durante más de cuatro siglos fue un Estado ilegítimo, por lo que no existía en él un principio para determinar la sucesión del Princeps; cada emperador era elegido de manera ilegítima.

El Imperio romano es un ejemplo de cómo muere una creencia, de cómo un pueblo que había tenido tanta fe en sus instituciones como el romano, para el que la fe consistía precisamente en sus instituciones, acepta durante siglo esa forma ilegítima de Estado que fue el Imperio romano. Las guerras civiles habían producido en el hombre romano un cansancio histórico. Y los romanos, para salvarse se envilecieron. La historia del Imperio romano es la historia de un progresivo cansancio, de un progresivo envilecimiento.

No se puede decir que los romanos se habituaron a la forma de Estado del Impero romano. Pero los que sí se acostumbraron al Imperio fueron los pueblos sometidos por los romanos, para los que el Imperio no era una forma de Estado, sino el Estado, y Roma era la ciudad eterna (Roma Aeterna). La idea del Imperio romano siguió viva hasta el siglo XVI.

Roma introducirá todos los elementos de su organización social, política y cultural unas veces mediante métodos represivos y otras por vía pacífica. La convivencia de las tribus hispanas con los ejércitos de conquista, la fundación de ciudades y colonias y el empleo del latín como lengua oficial fueron factores determinantes en el proceso de romanización. El cristianismo había de ser el último eslabón en este proceso, ya que la Iglesia asumió su papel político al comprometerse con el poder imperial por obra de los edictos de Constantino del año 313. La Iglesia y el Estado formaron pronto un frente común en la lucha contra los disidentes y las herejías, como el priscilianismo, que denunciaba la alianza de la Iglesia con el poder. Al convertirse el cristianismo en religión del Estado, la Iglesia adoptó la estructura administrativa y organizativa del Imperio romano y la Roma Aeterna siguió siendo la Ciudad Eterna.

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