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Rasgos generales del siglo XIX (comp.) Justo Fernández López España - Historia e instituciones
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LA EUROPA DEL SIGLO XIX
La Europa del siglo XIX es hija de la Revolución Francesa y de Napoleón, y menos de la Santa Alianza. El fermento más activo de este siglo es la inquietud revolucionaria y la necesidad de acabar con el absolutismo. Frente a la inquietud revolucionaria se alzaba la todavía poderosa fuerza de la tradición. Las tendencias políticas se escinden en dos irreconciliables partes enemigas:
a)
Una que va del liberalismo templado al extremismo más revolucionario, en lo social, en lo político, en lo económico y en lo religioso
b)
Otra que va desde el conservadurismo templado, que admite la posibilidad de reformas e incluso de reformas revolucionarias, hasta la reacción, que solo piensa en la instauración a ultranza de los antiguos privilegios y de lo que en Francia se llamó Antiguo Régimen.
El siglo XIX es la época de los grandes adelantos técnicos e intelectuales, pero a la vez una época terriblemente enconada: crímenes, guerras, revoluciones. Pero mientras en Europa el pensamiento liberal impulsa el desarrollo técnico e industrial, España, en la primera mitad del siglo XIX, lucha por imponer el liberalismo. Las presiones absolutistas, la crisis económica, los problemas sociales general en España golpes de estado (pronunciamientos militares), guerras civiles, corrupción y violencia antes de que el régimen liberal logre afirmarse.
Durante esta lucha entre la tradición absolutista y la renovación liberal, España pierde su imperio colonial y queda reducida a una pequeña potencia. Parte de Europa conserva la completa madurez, mientras nacen dos nuevas nacionalidades: la alemana y la italiana. Surgen otros nuevos estados, como Bélgica y los países balcánicos, que producen numerosas tensiones internacionales.
LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN
A lo largo de los veinticinco años que duró el reinado de Fernando VII, las estructuras políticas del Estado propio del Antiguo Régimen sufrieron los embates de una nueva ideología, el liberalismo, que pretendió sustituirlas por otras nuevas. La sustitución, auténtica Revolución, no logró estabilizarse porque la fuerza contrapuesta, llamada impropiamente absolutismo, con el apoyo del Rey logró echar por tierra todo el cambio estructural para volver a las instituciones propias del siglo XVIII y del Antiguo Régimen.
La guerra de la Independencia representó una solución de continuidad en la historia de España. Las dramáticas circunstancias de la ocupación francesa propiciaron una voluntad radical de cambio que condujo al principio del fin del Antiguo Régimen y al nacimiento de la España liberal. Tras ello, la vuelta al pasado que pretendió Fernando VII resultó inviable. La consolidación del nuevo régimen liberal resultó a su vez en extremo conflictiva. Durante décadas se sucedieron pronunciamientos militares y revueltas populares, cambios de régimen e incluso guerras civiles, mientras que la inestabilidad gubernamental era casi constante. Pero bajo esa agitada superficie, España iba cambiando en profundidad. Se iban sentando las bases del actual Estado de derecho y los españoles iban asumiendo el difícil aprendizaje de la libertad.
LA BURGUESÍA Y LIBERALISMO EN EL SIGLO XIX
En la sociedad decimonónica ser liberal era sinónimo de progresista frente al concepto de conservador, más apegado a las tradiciones. Con el tiempo los conservadores han ido cambiando aquí y allá su antigua denominación por la de popular, en el sentido de más próximo a las convicciones del pueblo, por lo común, más apegado a lo tradicional que a lo nuevo, a lo malo conocido que a lo bueno por conocer. La excepción es Inglaterra, donde el liberal, conservador y laborista siguen manteniendo su significado original.
«Siglo de desarrollo técnico y científico, de ideales combatidos a menudo por viejos y nuevos poderes, siglo surcado por la confianza en el triunfo de una humanidad sin siervos ni esclavos, el XIX español asiste al despegue de una clase, la burguesía, que, a caballo del liberalismo, entierra la sociedad tradicional. [...]
En plena guerra carlista las discordias internas entre los que empezaban a llamarse moderados y progresistas provocaron la escisión del liberalismo en los dos partidos que regirán el juego de la política española hasta 1868. Difícilmente puede hablarse, en un principio, de partidos organizados y homogéneos, pero en seguida la avalancha de elecciones exigió la clarificación de posiciones y la unidad de voto de los diputados de la misma tendencia. [...] Poco a poco la tertulia política de tiempos de Fernando VII en torno a un general o a un polemista brillante dio paso a partidos políticos que, a falta de arraigo popular, ejercerían el poder gracias a una enmarañada red de clientelas.
Terratenientes y grandes comerciantes se abrazan al moderantismo, donde confluían con la vieja nobleza, el alto clero y los mandos castrenses, en tanto la pequeña burguesía y los intelectuales basculan hacia el progresismo en su versión igualitaria y defensora de los sectores urbanos. Construir un Estado nacional y conjurar la anarquía de las clases bajas era el sueño de ambos partidos. Pero mientras los moderados defendían el fortalecimiento de la monarquía y supeditaban los principios políticos a la defensa de los intereses económicos de la burguesía latifundista y la aristocracia de los negocios, los progresistas proclamaban una soberanía nacional sin componendas y pensaban llevar adelante su idea de España, firme en la defensa de las libertades, la reforma agraria, el fin de la influencia de la Iglesia y la ampliación del cuerpo electoral.
El tiempo radicalizó ambas posturas pero no modificó las tendencias esenciales que tejerán la trama de ministerios y pronunciamientos de la España isabelina. [...] Seis constituciones, varias reformas a la deriva, y algunos proyectos frustrados reflejan la debilidad de la burguesía española, incapaz de dirigir de forma consecuente la revolución liberal, y la fragilidad de un Estado indefenso ante los golpes de mano de los partidos y los caprichos del ejército. Desde un principio la desconfianza de la burguesía hacia las muchedumbres inspiró un sistema electoral que, obedeciendo a la lógica europea del siglo XIX, reservaba la plenitud de los derechos políticos a la minoría propietaria e ilustrada. Progresistas y moderados bajarían y subirían el nivel económico exigido para votar, pero siempre dentro de unos márgenes estrechos. Cuando Isabel II abandonó España tan solo cien mil ciudadanos tenían derecho a voto en un país que alcanzaba los dieciséis millones de habitantes.
Concluida la guerra carlista, los generales, tantas veces idealizados o caricaturizados por los cronistas de su tiempo, irrumpieron con fuerza en la vida política. Entre 1840 y 1870 los jefes militares conquistan los salones de la corte y, contagiados por las luchas partidistas, se imponen como cabezas de las agrupaciones liberales. Los pronunciamientos se suceden sin pausa. Es el tiempo de Espartero y Narváez, que, encumbrados en los campos de batalla, coinciden en las capas superiores de la sociedad española con la alta burguesía y los vestigios del viejo orden –nobleza y jerarquía eclesiástica– y se travisten de jefes de los partidos progresista y moderado.
El torbellino político del siglo XIX reflejaría la flaqueza de los grupos civiles y la impotencia de la burguesía para llevar por sí sola su revolución. Con todo, la omnipresencia del ejército en el inestable escenario de la España isabelina no derivó en militarismo. Tanto Espartero como Narváez, al igual que luego Prim, O’Donnell y Serrano, actuarían como mero brazo ejecutor de la conspiración política y tras llegar al poder a golpe de bayoneta gobernarían mediante civiles de un partido.» [García de Cortázar 2003: 193 ss.]
El siglo XIX es también el siglo de la prensa, puesta al servicio de la acción de los partidos. Irrumpe el periodismo en las ciudades y el gusto por la lectura. Aumenta el número de bohemios y escritores que malviven de la pluma. «Con la incorporación de intelectuales y políticos, la prensa reproduce la discordia de moderados, progresistas, reaccionarios y demócratas, erigiéndose en portavoz de la opinión pública, creándola o ayudando a moldearla, y convirtiéndose en parlamento alternativo. En las trincheras de la prensa no faltaron entonces los ideólogos, alistados en las filas de una España moderna, burguesa, liberal y europea o alineados tras la imagen tradicional del país, aquella España atrasada y profunda, la de la corte de los milagros y las Semanas Santas barrocas, la que conduce a Larra al suicidio e inspira las leyendas de Bécquer.» [o. cit., p. 199-200]
DEMOCRACIA Y SUFRAGIO UNIVERSAL SIGLOS XIX-XX
«La salud de las democracias, cualesquiera que sean su tipo y su grado, depende de un mísero detalle técnico: el procedimiento electoral. Todo lo demás es secundario. Si el régimen de comicios es acertado, si se ajusta a la realidad, todo va bien; si no, aunque el resto marche óptimamente, todo va mal. Roma, al comenzar el siglo I antes de Cristo, es omnipotente, rica, no tiene enemigos delante. Sin embargo, está a punto de fenecer porque se obstina en conservar un régimen electoral estúpido. Un régimen electoral es estúpido cuando es falso. Había que votar en la ciudad. Ya los ciudadanos del campo no podían asistir a los comicios. Pero mucho menos los que vivían repartidos por todo el mundo romano. Como las elecciones eran imposibles, hubo que falsificarlas, y los candidatos originaban partidas de la porra –con veteranos del ejército, con atletas del circo– que se encargaban de romper las urnas.
Sin el apoyo de auténtico sufragio, las instituciones democráticas están en el aire. En el aire están las palabras. “La República no es más que una palabra”. La expresión es de César. Ninguna magistratura gozaba de autoridad. Los generales de la izquierda y de la derecha –Mario y Sila– se insolentaban en vacuas dictaduras que no llevaban a nada.» [José Ortega y Gasset: “La rebelión de las masas” (1930), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. IV, p. 255-256]
Tras la revolución francesa en 1789, el poder político pasó a manos de los presidentes y las cámaras de representantes, lo que obligó a regular su sistema de elección. A lo largo de los siglos XIX y XX establecieron sistemas electorales, al principio muy restringidos y limitados a una élite, hasta establecer el sufragio universal del voto o derecho a elegir de todo ciudadano. Tipos de sufragio:
sufragio universal: el sufragio universal consiste en el derecho a voto de toda la población adulta de un Estado, independientemente de su raza, sexo, creencias o condición social. Habitualmente se refiere, de forma más concreta, a la extensión del voto a la población adulta femenina, aunque se ha dado el caso en algunos países que podían votar hombres y mujeres de raza blanca y el sufragio universal supuso extender ese derecho a otras razas;
sufragio restringido: aquel en que se reserva el derecho de voto para los ciudadanos que reúnen ciertas condiciones;
sufragio censitario: en el votaban sólo hombres que cumpliesen una serie de requisitos de nivel de instrucción, de renta y pertenencia a cierta clase social;
sufragio masculino calificado: en el que podían votar todos los hombres que supieran leer y escribir. El sufragio masculino fue un estado en la evolución de la democracia que se situó, entre el sufragio censitario y el sufragio universal. Con el sufragio masculino podía votar la totalidad de los hombres que cumpliesen con los requisitos legales. Hay que señalar que en la mayoría de los países se pasó directamente al sufragio universal, sin esta situación previa;
sufragio femenino: el que reconoce el derecho a voto de las mujeres, es decir, sufragio universal que comprende a todos los ciudadanos adultos;
sufragio sin calificación: en el que se establece el derecho a voto de todas las personas, sin discriminar su nivel educativo, incluyendo a los analfabetos;
sufragio sin discriminación racial: se garantiza el derecho a voto de todas las personas, sin discriminación racial, ni de su pertenencia étnica u origen nacional.
En la Constitución de 1812 se reconoce el sufragio universal masculino indirecto (mayores de 21 años). Con la Ley Electoral de 1868 en el Sexenio Democrático (1868-1874) se implanta el sufragio universal directo de varones mayores de 25 años. No será hasta 1890 en que el Gobierno liberal de Sagasta sustituya el sufragio censitario, limitado a propietarios y personas que demuestren unas determinadas "capacidades", por el derecho a voto de todos los ciudadanos varones mayores de 25 años. Pero durante la Restauración el ejercicio al libre derecho al sufragio fue en gran parte fraudulento debido al caciquismo.
La clase política temía a la corrección de tales vicios; pues el saneamiento de las formas electorales beneficiaría a los grupos excluidos del turno. Pues las deficientes estructuras socioeconómicas y la pobreza cultural se avenían mal con un sistema parlamentario estable. El peligro del vuelco revolucionario provocado por las masas empobrecidas y analfabetas a través del sufragio universal se había instalado en la mente de las élites del sistema restauracionista.
El verdadero sufragio universal, es decir, la extensión del voto a la población adulta femenina, tuvo que esperar a la Segunda República (1931-1936) y se aplicó por primera vez en las elecciones de 1932. En una vocación muy reñida, los diputados reconocieron en la Constitución republicana el derecho femenino al voto gracias a la labor de una escritora, abogada y diputada llamada Clara Campoamor. En el Parlamento solo había tres mujeres, dos de ellas, Clara Campoamor y Victoria Kent, defendieron posiciones muy distintas. Victoria Kent sostenía la necesidad de aplazar el voto femenino, mientras que Clara Campoamor apostó por reconocer a la mujer como ser humano con todos sus derechos. Victoria Kent, Margarita Nelken y Clara Campoamor entraron en el Parlamento en 1931, cuando las mujeres aún no podían votar pero sí ser elegidas. Fueron las tres primeras mujeres que fueron elegidas diputadas en España en los primeros comicios generales de la II República, en un momento en que al colectivo femenino aún no le estaba permitido votar.
Clara Campoamor, nacida en 1888 en Madrid, fue elegida por el Partido Radical. Formó parte de la comisión encargada de elaborar el proyecto de Constitución de la nueva República, y allí luchó por principios como la no discriminación por razón de sexo, la igualdad jurídica de los hijos habidos dentro y fuera del matrimonio, el divorcio o el voto femenino. Para esto último tuvo que enfrentarse a las otras dos diputadas, Victoria Kent y Margarita Nelken. Ambas coincidían en que las mujeres españolas estaban demasiado condicionadas por la iglesia: poco antes de votarse el sufragio femenino, fueron entregadas al Presidente de las Cortes un millón y medio de firmas de mujeres católicas pidiendo el cambio del proyecto de Constitución para que respetara los «derechos de la Iglesia».
Victoria Kent en las Cortes el 1 de octubre de 1931: «Creo que no es el momento de otorgar el voto a la mujer española. Lo dice una mujer que, en el momento crítico de decirlo, renuncia a un ideal. [...] Lo pido porque no es que con ello merme en lo más mínimo la capacidad de la mujer; no, Sres. Diputados, no es cuestión de capacidad; es cuestión de oportunidad para la República». El artículo 35, que concedía el voto a la mujer, se aprobó finalmente con 161 votos a favor y 121 en contra. Y se puso en práctica por primera vez en 1933. Ni Kent ni Campoamor consiguieron sin embargo renovar su escaño.
Victoria Kent, licenciada en Derecho en 1924 por la Universidad Central, se hizo famosa en 1930 por defender ante el Tribunal de guerra a Álvaro de Albornoz, miembro del Comité Revolucionario Republicano, detenido y procesado a raíz de la sublevación de Jaca. Fue la primera mujer en intervenir ante un consejo de Guerra en España, y consiguió la absolución de su defendido. El presidente de la República Niceto Alcalá-Zamora la nombró Directora General de Prisiones en mayo de 1931. Su mandato siguió la labor ya iniciada por Concepción Arenal, con la meta fijada en la rehabilitación de los presos. Ordenó mejorar la alimentación de los reclusos, estableció permisos por razones familiares, cerró penitenciarías por sus pésimas condiciones y ordenó construir la nueva cárcel de mujeres de Ventas, en Madrid.
Margarita Nelken, madrileña nacida en 1894, era una joven de treinta años cuando ganó su escaño en las Cortes de la II República, por el Partido Socialista. Fue también elegida en las elecciones de 1933 y 1936, siendo la única mujer que consiguió las tres actas parlamentarias durante el tiempo que duró este régimen. Durante la guerra civil, estuvo en los frentes de Extremadura y Toledo, se incorporó al PCE y pasó la última etapa de la guerra en Barcelona, siendo la única diputada que estuvo presente en la última reunión de las Cortes republicanas en suelo español, que tuvo como escenario los sótanos del castillo de Figueras, el 1 de febrero de 1939.
El franquismo suprimió las elecciones libres, aunque se siguió manteniendo el censo electoral, restringido a la elección del llamado tercio familiar o para la celebración de los referendos de consolidación del régimen de 1947 y 1966. Con la llegada de la democracia, Ley de Reforma Política de 1977 y la Constitución de 1978, se volvió a implantar en España el sufragio universal sin restricción alguna.
El derecho a voto en España – Siglos XIX-XX
Fechas
Constituciones y Gobiernos
Tipo de sufragio
1812
Constitución de Cádiz
Reconociemiento del sufragio universal masculino indirecto (mayores de 21 años)
1814
Vuelta al Absolutismo con el reinado de Fernando VII
1820
Vuelve a entrar en vigor la Constitución de 1812
Sufragio Universal masculino indirecto
1823
Nuevo periodo de Absolutismo por Fernando VII
1834
Estatuto Real durante la regencia de Mª Cristina
Sufragio Censitario, votan los que pagan a Hacienda (1% de la población)
1845
Constitución del reinado de Isabel II
Nuevo sufragio censitario (los que pagan una determinada cantidad a Hacienda)
un poco menos restrictivo que el anterior
1869
Constitución del Sexenio Revolucionario
Sufragio Universal masculino
1876
Constitución de la Restauración Borbónica
Sufragio censitario (sólo vota el 5% de la población)
1890
Con la misma Constitución se hace nueva ley electoral
Sufragio Universal Masculino para mayores de 25 años
1923
Dictatorship of Primo de Rivera
1931
Constitución de la República
Sufragio Universal (masculino y femenino mayores de 21 años)
1939
Dictadura del General Franco
Sufragio universal (masculino y femenino para mayores de 18 años
A lo largo del XIX y el XX, la oligarquía ha controlado el poder a su antojo, incluso cuando se reconoce el sufragio universal masculino en 1890. Durante el primer tercio del XIX la oligarquía era absolutista y apoyaba el Antiguo Régimen bajo el reinado de Fernando VII. A partir de la década de 1840 se hace liberal por necesidad más que por convicción, pero su liberalismo es "doctrinario", solo reconoce el derecho de participación política a los más ricos, en definitiva a la propia oligarquía.
En pulso con los movimientos revolucionarios del Sexenio Democrático (1868-1874) se vuelve a imponer la oligarquía. El modelo político de la alternancia de dos partidos de la Restauración durará hasta el Segunda República (1931). Mediante la manipulación y el caciquismo, la oligarquía sigue detentando el poder bajo la alternancia de dos partidos, el liberal y el conservador.
El “turnismo” de la Restauración entra en crisis a partir de 1920, pero se mantiene gracias a la dictadura del general Primo de Rivera, pero las fuerzas políticas, excluidas hasta entonces de la vida política, van irrumpiendo con fuerza:
- Los grupos proletarios cada vez son más numerosos, mejor organizados y más fuertes. Entra en España el partido comunista tras la revolución rusa.
- Desde Bilbao y Barcelona la naciente burguesía industrial y financiera comienza a pedir una cierta autonomía del poder central, y aparecen nuevos grupos políticos regionalistas que rompen con el modelo oligárquico.
- El republicanismo crece como consecuencia del descontento político, porque se culpa a la monarquía de todos los vicios del corrupto sistema.
Hasta que en los años 30 en España se produce una verdadera revolución contra esta forma de poder que conduce a la instauración de una Segunda República (1931-1936), que carecerá de base burguesa suficiente como para lograr un cambio estable del sistema político.
Los conflictos políticos se polarizan y cristalizan en distintos brotes de violencia, tanto de izquierda como de derecha. La oligarquía se organiza y vuelve a tomar el poder tras el golpe de estado del 18 de julio de 1936, que finalizó con una guerra civil y con la victoria de las fuerzas conservadores, que tomarán el poder bajo la dictadura del General Franco hasta la muerte del dictador en 1975.
LEYES ELECTORALES EN EL SIGLO XIX
Las primeras elecciones de la Restauración se celebraron en 1876 de acuerdo todavía con la legislación anterior. La ley electoral de 1878 restableció el sufragio restringido a un 5 por ciento de la población. Si bien la Constitución de Cádiz de 1812 estatuye las elecciones democráticas, no es hasta la ley electoral de 1890 cuando se aprueba el sufragio universal, aunque hubo un fugaz intento en el Sexenio democrático (1868-1974) con la Ley Electoral de 1868 que implantaba el sufragio universal directo de varones mayores de 25 años.
En 1890, un Gobierno liberal, presidido por el liberal Sagasta, sustituye el sufragio censitario, limitado a propietarios y personas que demuestren unas determinadas "capacidades", por el derecho a voto de todos los ciudadanos varones mayores de 25 años. La ley electoral de 1890 solo cambió la extensión del sufragio multiplicándolo, en términos absolutos por seis, hasta alcanzar el 24 por ciento de la población.
El otro momento importante en la historia electoral española es la aprobación del voto femenino en 1931 durante la 2ª República. Se aplicó por primera vez en las elecciones de 1932. El franquismo suprimió las elecciones libres pero siguió manteniendo el censo electoral, restringido para la celebración de los referendos de consolidación del régimen de 1947 y 1966.
La llegada de la democracia con la Ley de Reforma Política de 1977 cambió completamente el sistema electoral y, con ello, los órganos que lo gestionan. Por primera vez se celebran elecciones realmente democráticas. Durante la Restauración, las elecciones no eran la base real del sistema, como proclamaba la Constitución, pues la Corona seguía teniendo el privilegio de designar al gobierno. No eran las elecciones las que hacían los gobiernos, sino que los gobiernos nombrados por el monarca hacían las elecciones. Todas las elecciones –excepto las de 1919– fueron ganadas por amplia mayoría por el gobierno que las convocó.
FUNCIONAMIENTO DEL SISTEMA ELECTORAL CANOVISTA
En la restauración, el triunfo alternativo de los dos partidos dinásticos (el conservador y el liberal) en las elecciones se debía al falseamiento electoral típico de la Restauración. Al resto de los partidos les era imposible conseguir un número significante de diputados a causa del acuerdo entre el rey y los líderes de los dos partidos dinásticos para turnarse en el poder (“turnismo”).
En el sistema de la Restauración, el rey nombraba el gobierno, y después se hacían las elecciones para que ese gobierno tuviera una mayoría parlamentaria con la que gobernar. Esto hizo que el sistema electoral de la Restauración tuviera que descansar sobre el caciquismo.
El funcionamiento del sistema electoral caciquil era el siguiente: el rey encargaba la formación de gobierno a uno de los líderes de los partidos dinásticos, quien convocaba elecciones generales y las ganaba manipulando el censo. En las listas figuraban votos correspondientes a gente difunta (“lázaros”). Se compraban votos. Otro fraude era el “pucherazo”: se guardaban los votos en un puchero u olla y se añadía o quitaba parte de los votos según fuera necesario para cuadrar el resultado que se pretendía alcanzar. Se “cocinaba” el resultado electoral, el acta de diputado.
El otro partido dinástico se comprometía a esperar su “turno” en las próximas elecciones, en las que haría lo mismo, por lo que no denunciaba las manipulaciones electorales. Debido al falseamiento electoral, los partidos no dinásticos de la oposición nunca lograban resultados favorables.
EL CACIQUISMO
«Una cosa en que todos, presumo, estamos de acuerdo es que el aparato sostenedor de la vieja política, lo que la mantenía en pie y le proporcionaba vigor y aliento, era el caciquismo. En él se resume y cifra todo lo esencial del usado régimen.
El caciquismo ha sido la forma real de organización política vigente en España durante los últimos cincuenta años [desde la Restauración 1974]. Las instituciones establecidas, los edificios legales, la democracia, el parlamentarismo, etcétera, eran solo líneas imaginarias dentro de cuyas retículas espectrales se había instalado la única y efectiva realidad del caciquismo.
¿Qué es el caciquismo? La organización oficial del Estado español determinaba que el ejercicio del Poder público había de reducirse a aplicar leyes, esto es, normas objetivas, iguales para todos, y que los llamados a aplicarlas, las autoridades, eran responsables de esta operación. En el caciquismo u organización real del Estado español, por el contrario, el ejercicio del Poder no era la aplicación de leyes o normas objetivas, sino la imposición de la voluntad de ciertas personas, los cacique, que eran irresponsables. Por la intervención de los caciques en las elecciones resultaba que todas las leyes concretas eran propiamente una mera legalización de aquellas voluntades privadas. El Estado democrático pretendía ser una colectividad de ciudadanos, de sujetos de derecho, unidos entre sí por el nexo impersonal de las leyes. El caciquismo era un Estado sin leyes, sin nada jurídico, impersonal y objetivo; era una colectividad de hombres de carne y hueso, unidos por acciones puramente personales y privadas. En la aldea, tal individuo tenía unos amigos y un grupo de clientes agradecidos o temerosos; ese individuo era el cacique de primer grado. Su pequeño “Estado” tenía como principio de cohesión la simpatía o el temor de unos hombres a otro. En la capital otro individuo había reunido en más amplia circulación a esos caciques de primer grado; era el cacique de segundo grado. Por último, en Madrid un “político” concentraba periódicamente en su tertulia a esos caciques de segundo grado, actuando sobre ellos con las mismas fuerzas mágicas de la simpatía, el favor o la persecución. Esta trabazón de “amigos” formaba un edificio de ancha base y punta aguda: la pirámide caciquil. Cada partido político era una de estas pirámides, y el paisaje egipcíaco que componían representaba la verdadera y única realidad del Estado español. Los únicos poderes vigentes, eficaces, eran la simpatía o antipatía, el favor o el daño. [...]
Se puede pensar, en efecto, una de estas dos cosas: que el caciquismo era un abuso, un crimen cometido por los caciques contra la voluntad de los españoles, o, por el contrario, que el caciquismo es la forma de organización pública deseada, exigida y realizada por la inmensa mayoría de los españoles. Por mi parte, no hallo pretexto para la menor vacilación; estoy convencido plenamente de que el caciquismo es la única forma de gobierno que habrá en España mientras no se obligue a los españoles a cambiar de ser, o, al menos, se combinen las instrucciones en forma que esa índole nativa quede en este punto burlada.» [José Ortega y Gasset: “Ideas políticas” (1924), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1969, t. XI, p. 42-43]
CONSTITUCIONES DEL SIGLO XIX
Desde 1808 a 1978 se sucedieron en España las siguientes leyes supremas de rango constitucional que pretenden configurar el sistema político. En todas ellas, las dos fuerzas, Monarquía y Cortes, se colocan en mejor o peor posición, según las circunstancias. En las “otorgadas” el rey manda con el asesoramiento de la nación, representada en las Cortes. En las democráticas, la soberanía reside en el pueblo. En las “pactadas” se acaba buscando una fórmula de compromiso, y la más famosa es la de la Restauración (1876), que establece el turno de partidos.
1808
Estatuto de Bayona, puesto por José I Bonaparte a modo de Carta Otorgada.
1812
Constitución liberal de Cádiz, monárquica, con elementos progresistas (sufragio universal indirecto, libertades...), pero también reaccionarios (confesionalidad del Estado, etc.).
1834
Estatuto Real (otorgado): el Rey manda con asesoramiento de la nación, representada en las Cortes. No reconoce derechos políticos a la ciudadanía. Es un retroceso frente a la Constitución liberal de Cádiz. Refuerza la posición del rey e introduce un sistema bicameral.
1837
Constitución democrática: La soberanía reside en el pueblo. Ampliación del sufragio, milicia nacional, etc. Es un compromiso entre la constitución liberal de 1812 y la conservativa de 1834. Su importancia reside en querer romper con la tradición. Tuvo gran influencia en las posteriores constituciones. Las continuas revueltas y pronunciamientos impidieron su aplicación real.
1845
Constitución moderada: Dio al rey aun más competencia que la constitución de 1837 y limitó los derechos del parlamento. Eleva a principio la intolerancia religiosa al recalcar la unidad religiosa.
1855
Proyecto de Constitución progresistas, no promulgada.
1856
Constitución democrática: Nunca fue promulgada, pero sus rasgos son de interés para las constituciones posteriores. La soberanía reside en el pueblo. Elección directa de los alcaldes, elección popular de los miembros del Senado, limitación de la competencia del rey y tolerancia religiosa.
1869
Constitución democrática: La soberanía reside en el pueblo. Monárquica, aconfesional, separación neta de poderes, jurado, etc.
1873
Proyectos republicanos: democráticas, federales...
1876
Constitución pactada: Moderada con fórmula de compromiso. Parecida a la de 1837 y 1856, con párrafos de la de 1869. Breve, flexible, con escasa división de poderes. Duró, teóricamente, hasta la Segunda República (1931).
JEFES DE ESTADO EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX
En el siglo XVIII tuvo España solo cinco reyes: Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV.
Desde principios del siglo XIX hasta la Restauración de la monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII en 1875, en sesenta a cuatro años, se suceden los siguientes jefes de Estado en España: Carlos IV, Fernando VII, Carlos IV, José I, Fernando VII, regente María Cristina, regente general Espartero, Isabel II, regente general Serrano, rey Amadeo de Saboya, presidentes de la Primera República (Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar), jefatura del general Serrano, rey Alfonso XII, regencia de Cristina en nombre de su hijo Alfonso XIII.
MONARQUÍA E IGLESIA
«Analícense las fuerzas diversas que actuaban en la política española durantes esas centurias, y se advertirá claramente su atroz particularismo. Empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo. ¿Cuándo ha latido el corazón, al fin y al cabo extranjero, de un monarca español o de la Iglesia española por los destinos hondamente nacionales? Que se sepa, jamás. Han hecho todo lo contrario: Monarquía e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales. El caso de Carlos constituye a primera vista una excepción, que a la postre vendría a confirmar la regla. Pero en la estimación que hace treinta años sentían los “progresistas” españoles por Carlos III hay mala inteligencia. Podrá una parte de su política ser simpática desde el punto de vista de la cultura general humana, pero el conjunto es acaso el más particularista y antiespañol que ofrece la historia de la Monarquía.
Sería curioso y científicamente fecundo hacer una historia de las preferencias manifestadas por los reyes españoles en la elección de las personas. Ella mostraría que los ha llevado casi indefectiblemente a preferir los hombres tontos a los inteligentes; los envilecidos, a los irreprochables. Ahora bien: el error habitual, inveterado, en la elección de personas, la preferencia reiterada de lo ruin a lo selecto, es el síntoma más evidente de que no se quiere en verdad hacer nada, emprender nada, crear nada que pervive luego por sí mismo.» [José Ortega y Gasset: España invertebrada (1921), en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1962, t. III, p. 70-71]
LA MASONERÍA EN EL SIGLO XIX
Masonería o francmasonería: Asociación universalmente extendida, originariamente secreta, cuyos miembros forman una hermandad iniciática y jerarquizada, organizada en logias, de ideología racionalista y carácter filantrópico. La francmasonería se definía como una asociación de hombres libres y de buenas costumbres, que tiene por único y exclusivo objetivo el mejoramiento social de la humanidad.
Desde el siglo XIX, las historia de España se puede resumir en un constante empeño en imponer instituciones liberales progresistas en una sociedad conservadora atrasada y reacia a todo cambio. En el primer tercio del siglo XIX, el protagonismo lo ocuparía la lucha entre el absolutismo y el liberalismo como sistemas políticos en conflicto: carlismo absolutista contra liberalismo.
La masonería defendió activamente los derechos humanos. Muchas logias en España se manifestaron en contra de la abolición de la pena de muerte y de la reforma penitenciaria, defendían el pacifismo y participaron muy activamente en el Congreso Internacional de Librepensamiento de Bruselas en 1895, respaldando iniciativas como la Conferencia de Paz de la Haya de 1899. «En ningún momento (la masonería) tuvo fuerza, autoridad ni intervención en los negocios del Estado.» (Diego Martínez Barrio)
Diez presidentes de gobierno han pertenecido a la masonería desde la Revolución de 1868 (“La Gloriosa”), empezando por el general Juan Prim, y terminando con la Segunda República (1931-1939), en el que la nomina de políticos masones fue mayor.
La masonería española no puede ser considerada como un grupo de presión al que estaban supeditados los comportamientos individuales y las directrices de ciertos partidos. Sí existió una marcada vocación política, pero nunca fue de partido, sino de tendencia y de principios generales, que estaban enmarcados dentro de los ideales democráticos y de justicia social, que de ninguna manera son ni han sido privativos de la masonería.
La expansión de la masonería se produce durante el Sexenio Democrático (1858-1874). Amparada en las libertades proclamadas por la Revolución del 68, la masonería española experimentó explosión numérica y una consecuente reorganización. Durante este período los masones pudieron darse a conocer y expresar públicamente sus opiniones. Con la llegada de Alfonso XII el proceso de crecimiento siguió en aumento.
Los dirigentes masones llegan al poder tras el destronamiento de Isabel II. La masonería llega a las altas esferas tras La Gloriosa, que consagra en la Constitución de 1869 la libertad de reunión, asociación y una mayor apertura en el mundo periodístico.
Los cuatro primeros Jefes de Gobierno masones, fueron Juan Prim, Práxedes Sagasta, Manuel Ruiz Zorrila y Segismundo Moret. Aunque no todos fueron masones convencidos, sino que usaron la masonería para hacer carrera en la política. Sobre la relación de Prim y Sagasta a la masonería existen todavía serias dudas. El único consecuente con su condición de masón fue Segismundo Moret. Juan Prim y Prats, Manuel Ruiz Zorrilla, Práxedes Mateo Sagasta y Segismundo Moret y Prendergast fueron miembros del Partido Progresista.
La Constitución de 1876 de la Restauración y el sistema bipartidista de Cánovas y de Sagasta seguían permitiendo actividades masónicas. La Ley de Asociaciones de 1887 concedió por primera vez a la masonería española ciertos resquicios para su adscripción legal. Sin embargo, el proceso de divisiones y subdivisiones internas, por una parte, y la inculpación como responsable de la pérdida de las Colonias, por otra, dieron al traste con el definitivo asentamiento de la masonería española, sumiéndola en una crisis, localizada entre 1896 y 1900.
La "época dorada" de la masonería española iniciada en el Sexenio Democrático (1868-1874) se prolongó durante la Restauración. Durante las últimas décadas de la centuria, la masonería buscará participar muy activamente en los temas que más preocupaban en la época: la educación, la “cuestión social” y la defensa de los derechos humanos. Varios miembros de la Orden, como Sanz del Río, Luis Simarro, Gurmersindo Azcárate o Miguel Morayta, colaboraron activamente en la Institución Libre de Enseñanza (ILE), modelo de enseñanza secularizada que buscaba fomentar el espíritu crítico y la curiosidad por el saber.
En 1883 se crea la Comisión de Reformas Sociales (CRS) con la intención de armonizar las relaciones entre capital y trabajo. Un proyecto que, a principio del siglo XX, cristalizaría en el Instituto de Reformas Sociales. Aunque la CRS estaba influenciada por el krausismo, del masón alemán Krause, que busca la armonía social y se guía por los principios de hermandad, su presidente y fundador Segismundo Moret así como el secretario Gumersindo Azcárate y varios de los miembros de la CRS eran masones.
LAS NACIONES AMERICANAS SE INDEPENDIZAN
El vacío de poder en España produjo un daño irreparable a las relaciones entre España y las colonias americanas. Como consecuencia se adoptó la solución independentista. El crecimiento de la conciencia nacional fue lento. La presencia económica española fue sustituida por la inglesa. El fenómeno del caudillismo reflejó la debilidad de las instituciones republicanas.
Los que expulsaron a los españoles de América fueron los mismos españoles allí afincados y llamados criollos, cansados, y con razón, de ser despreciados por quienes llegaban de España y, además, del orgullo del español mandado a países lejanos a “mandar a indios”. Casi todos los libertadores eran españoles de clase noble a los que les dolía el trato despectivo de la metrópoli. La rebelión no fue de los indígenas, hartos de ser explotados, sino de los españoles de ultramar, cansados de ser personajes de segunda clase frente a la metrópoli, vejados y despreciados por la camarilla de Madrid. Fueron ricos, molestos ante el despectivo funcionario recién llegado. Fueron comerciantes, irritados por las trabas al libre comercio. A menudo los indígenas lucharon junto a los españoles peninsulares contra el criollo. El sublevado fue el criollo.
Argentina
Independencia de las Provincias Unidas de Sudamérica en 1816.
Uruguay
Tras un tratado de paz se declaró la independencia de Uruguay en 1828.
Paraguay
En 1811 promulgó la independencia de España.
Alto Perú
El Alto Perú (Bolivia) se declaró la independencia de la nueva nación Bolívar, después Bolivia, en 1825.
Chile
San Martín fue nombrado jefe del ejército del norte, y le fue concedido el gobierno de Cuyo (1814). Victoria en Maipo (1818); retirada de los realistas.
México
Declara su independencia en 1821. Agustín I, emperador.
Centroamérica
En 1823 una asamblea dominada por guatemaltecos y salvadoreños declara la independencia (Provincias Unidas del Centro de América).
Perú
Proclamación de la independencia en 1821.
Venezuela
Unión de Venezuela y Nueva Granada en la República de Colombia (1819). La revolución liberal española permite la firma de un armisticio de seis meses, pero no es respetado. Maracaibo se subleva contra España. Bolívar se enfrente a los realistas y los derrota en Carabobo en 1821.
Nueva Granada
Se decretó una unión entre Venezuela, Ecuador y Colombia. Gran Colombia, pero Venezuela se separo en 1829 y Ecuador en 1830.
LAS GUERRAS CARLISTAS
Tres guerras civiles entre los denominados isabelinos o cristinos, defensores de la legitimidad al trono de la regente María Cristina de Borbón, madre de Isabel II, y los partidarios del infante don Carlos de Borbón, hermano de Fernando VII, aferrados a la validez de la Ley Sálica e identificados bajo la etiqueta carlista, conflicto entre liberales y tradicionalistas.
Primera guerra carlista o guerra de los siete años: 1833-1840
Segunda guerra carlista o guerra dels matiners: 1846-1849
Tercera guerra carlista: 1872-1876
La Restauración de la Casa de Borbón, llevada a efecto en diciembre de 1874 en torno a la figura de Alfonso XII, hijo de la destronada Isabel II, puso de relieve la secular inutilidad del empeño carlista por acceder a la corona de España. Durante las guerras carlistas, se fueron sucediendo los ministerios de Martínez de la Rosa (1822; 1834-1835), José María Queipo de Llano, conde de Toreno (1835), Juan Álvarez Mendizábal (1835-1836), Francisco Javier de Istúriz (1836; 1846-1847; 1858) y José María Calatrava (1836-1837).
EL BAILE DE LOS GENERALES EN EL SIGLO XIX
La debilidad del trono por las continuas guerras carlistas de sucesión pone a los generales en la posición de salvadores de la patria, sostén de la monarquía y del Estado. El culto a los militares les traerá títulos de condes y marqueses, etc. Esto les hace fuertes y aumenta su ambición de gobernar. Sus triunfos los consiguen con las guerras carlistas, que amenazaban las instituciones monárquicas. Los militares se ponen de parte de los liberales isabelinos contra los absolutistas carlistas.
En el siglo XIX los militares son muy liberales, mientras que en el siglo XX, al plantearse de nuevo el tema de tradición o revolución los herederos de los títulos liberales de antaño se lucharán de parte del general Franco.
En el siglo XIX se sucedieron varios pronunciamientos militares o golpes de Estado:
El primer pronunciamiento fue el del teniente coronel Rafael de Riego en 1820, que obligó a Fernando VII a firmar la Constitución liberal de 1812.
El segundo pronunciamiento militar fue llevado a cabo en 1836 por un grupo de sargentos en el palacio real de la Granja de San Ildefonso, que obligaron a la reina regente María Cristina a establecer un nuevo gobierno progresista.
El tercer pronunciamiento militar fue el llevado a cabo por el general O'Donnell en Vicálvaro (La Vicalvarada) en 1854 en protesta por la corrupción y la inestabilidad de los moderados en el poder.
El cuarto pronunciamiento militar tuvo lugar en el año 1868 en Cádiz al mando del almirante Topete y de los generales Serrano y Prim, que se unieron al pacto de Ostende para derrocar a la reina Isabel II.
Los últimos dos pronunciamientos militares del siglo XIX sucedieron durante el periodo de la Primera República, en el año 1874. El primero fue el llevado a cabo por el general Pavía para disolver las Cortes ante la amenaza de que los más progresistas se rebelaran en contra del gobierno moderado. El segundo fue el del general Martínez Campos que acabo con la república e impulso la Restauración borbónica.
Generales golpistas:
extrema izquierda
Baldomero Espartero (1793–1879), general y regente de España. Ostentó los títulos de príncipe de Vergara, duque de la Victoria, duque de Morella, conde de Luchana y vizconde de Banderas, todos ellos en recompensa por su labor en el campo de batalla, en especial en la Primera Guerra Carlista, donde su dirección del ejército isabelino fue de vital importancia para la victoria final. Además, ejerció el cargo de virrey de Navarra (1836).
conservador
Ramón María Narváez y Campos, I Duque de Valencia (1800-1868), general y político, siete veces Presidente del Consejo de Ministros de España entre 1844 y 1868. Conocido como El Espadón de Loja
centristas
Francisco Serrano y Domínguez (1810-1885), duque de la Torre, ocupó los puestos de Regente, Presidente del Consejo de Ministros de España y último Presidente de la Primera República Española.
Leopoldo O'Donnell (1809-1867), general y político, que protagonizó varios pronunciamientos, fundó la Unión Liberal y ocupó la presidencia del consejo de ministros en varias ocasiones, entre ellas el llamado gobierno largo (1858-1863)
Juan Prim y Prats (1814-1870), conde de Reus, marqués de los Castillejos y vizconde del Bruch, general y político liberal que llegó a ser Presidente del Consejo de Ministros de España. Tras la Revolución de 1868 se convirtió en uno de los hombres más influyentes en la España del momento, patrocinando la entronización de la Casa de Saboya en la persona de Amadeo I. Murió asesinado poco después.
LAS DESAMORTIZACIONES
Desamortizaciones fue un proceso político y económico de larga duración en España, que transcurrió desde 1766 hasta 1924, en el cual la acción estatal convirtió en bienes nacionales las propiedades y derechos que hasta entonces habían constituido el patrimonio amortizado (sustraído al libre mercado) de diversas entidades civiles y eclesiásticas (manos muertas) para enajenarlos inmediatamente en favor de ciudadanos individuales. La desamortización pretendió la formación de una propiedad coherente con el sistema liberal: la instauración de la propiedad libre, plena e individual que permitiera maximizar los rendimientos y el desarrollo del capitalismo en el campo. En conjunto, fueron los miembros de la burguesía (comerciantes, hombres de negocios, miembros de las profesiones liberales y campesinos acomodados) quienes capitalizaron las fincas más preciadas y de mayor extensión. Por el contrario, tanto el campesino pobre como el colono dispusieron de menores posibilidades de acceso a la propiedad. Se creó un proletariado rural de jornaleros y campesinos sin tierras.
La primera etapa (1766-1798) comprendió la venta de bienes de los jesuitas y la denominada desamortización de Manuel Godoy (bienes raíces pertenecientes a hospitales, hospicios, casas de misericordia o cofradías).
La segunda fase (1808-1823) correspondió a la desamortización impulsada durante la guerra de la Independencia por la administración del rey José I Bonaparte y por los legisladores reunidos en las Cortes de Cádiz.
En la tercera etapa (1834-1854), conocida como desamortización de Juan Álvarez Mendizábal y Baldomero Fernández Espartero, se procedió al sistemático despojo patrimonial de la Iglesia, y a la desaparición de monasterios y conventos. Restableció la supresión de los mayorazgos y patronatos. Produjo una radicalización del campesinado.
La cuarta fase (1855-1924) se inauguró con la Ley General de 1 de mayo de 1855 (cuyo principal impulsor fue el ministro de Hacienda Pascual Madoz, razón por la cual es también conocida como Ley Madoz) y fue por duración y volumen de ventas la más importante. Afectó a la propiedad comunal. Se completó la enajenación de los bienes de regulares y seculares y, sobre todo, se declaró la venta de los patrimonios de todas las manos muertas (bienes municipales, instrucción pública y beneficencia). Produjo un trasvase de capitales del ámbito urbano al rural, olvidándose de la inversión en la industria.
El nuevo propietario adquiere grandes extensiones. Aumenta el número de arrendatarios. Desaparece el colono, convertido ahora en jornalero. Proletarización del campo andaluz y extremeño. La reforma agraria cumplió la misión de liberar brazos para la industria.
LOS MOVIMIENTOS OBREROS Y LA SOCIEDAD DE MASAS
El siglo XIX es el siglo de mayorías y minorías, siglo en el que España desconocía la sociedad de masas antes de empezar el siglo XX. El surgimiento de las masas fue un fenómeno nuevo que asustó tanto a los intelectuales como a los viejos políticos monárquicos.
«Había motivos para sobresaltarse. Orgullosa de sus realizaciones, la burguesía triunfante no había realizado esfuerzo alguno por impedir que en su camino quedaran jirones de una sociedad desigual y con marginaciones escandalosas. Las multitudes campesinas cercadas por el hambre, los obreros vomitados sobre el anonimato de la urbe... tenían necesidad de aliviar su desarraigo y lo van a hacer con la ideología, que ayudó a esas legiones de desarrapados a echar raíces.
En plena anarquía de la revolución de 1868 la protesta obrera había conocido la fuerza reivindicativa del asociacionismo, al que siempre había mirado con temor la burguesía, pero no fue hasta el cambio de centuria cuando se entregó a apurar su rendimiento. Los proletarios agrícolas e industriales estrenaban su militancia en el XX y, conscientes de su poder, convirtieron sus problemas en asunto de la nación. El progreso tenía su precio, los obreros aumentaban la conflictividad de la España industrial al tiempo que los campesinos incendiaban el campo andaluz y extremeño. No se trataba de los esporádicos estallidos de años anteriores. Ahora los marginados del régimen liberal reivindicaban mejoras políticas y económicas sobre la base de unos programas concretos de recambio, contra los que nada puede hacer el gobierno, salvo reforzar las medidas represivas.
Rota la abulia ciudadana de la Restauración, el movimiento obrero reivindicaba su condición de protagonista de la España del siglo XX, dividiéndose entre el credo anarquista y el Partido Socialista, fundado por el tipógrafo Pablo Iglesias en 1879. Pese a su filiación marxista y a la agresividad de su sindicato UGT (Unión General de Trabajadores), el PSOE (Partido Socialista Obrero Español) no era una organización revolucionaria más que en su deseo de sustituir la monarquía por la República. Como sus hermanos europeos, los socialistas españoles se mostraban más inclinados a transformar el sistema que a destruirlo.» [García de Cortázar 2003: 230-231]
1872
Primer Congreso Anarquista en Córdoba
1873
Sección de la Internacional Española se pone de parte de Bakunin
1879
Pablo Iglesias funda el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), centralista, teórico y marxista-socialdemócrata
1888
Creación de la Unión General de Trabajadores (UGT), sindicato marxista de tendencia socialdemócrata
1907
Fundación del sindicato Solidaridad Obrera (la Sole), primer intento anarquista de organizarse y germen de la CNT
1911
Fundación de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), que jugará un papel de opositor a la UGT
1921
Fundación del Partido Comunista de España (PCE)
1927
Se crea la Federación Anarquista Ibérica (FAI), que incluye también a portugueses y rechaza el corporativismo sindicalista de la CNT, que quería ventajas inmediatas para los obreros, dejando el cambio total de la sociedad para el futuro
1935
Se funda Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), partido autodefinido como marxista revolucionario en oposición al estalinismo, partido de la izquierda comunista no estalinista
LA «CUESTIÓN SOCIAL» A FINALES DEL SIGLO XIX
En 1883 se creó la Comisión de Reformas Sociales (CRS) que constituyó la primera iniciativa oficial para abordar la «cuestión social» en España. Este órgano gubernamental funcionó entre 1883 y 1903; era la primera iniciativa oficial para abordar la «cuestión social» en España. Su objetivo era estudiar las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera y proponer reformas de carácter legislativo para mejorarlas.
Las organizaciones obreras anarcosindicalistas y socialistas se opusieron a la Comisión de Reformas Sociales por considerar que solo representaba los intereses de la burguesía en un momento en que el Estado no reconocía los derechos de los trabajadores, pero los sectores del obrerismo ligados al republicanismo, que compartía plenamente el reformismo social propugnado por aquélla, sí participaron.
El fantasma que recorría Europa desde la revolución de 1848 asustó tanto a los partidos monárquicos que intentan atemperar la ira obrera con el desarrollo de una legislación social diseñada en torno al el Instituto de Reformas Sociales (IRS), creado en 1903 por el Gobierno del conservador Francisco Silvela en sustitución de la Comisión de Reformas Sociales. Era algo así como un Ministerio de Trabajo.
Con la creación del Instituto de Reformas Sociales (IRS) los gobiernos de la Restauración abandonaban las concepciones benéficas y paternalistas que habían dominado el pensamiento social del liberalismo. Para presidir el IRS, el Gobierno nombró a Gumersindo de Azcárate, republicano y destacado miembro de la Institución Libre de Enseñanza, una de las primeras organizaciones en defender la intervención del Estado para resolver la cuestión social. El Instituto integró a católicos sociales, conservadores, liberales, republicanos y socialistas, junto con representantes de patronos y obreros.
El Instituto fue un elemento decisivo en la modernización de las relaciones laborales en la España contemporánea ya que contribuyó poderosamente al reconocimiento de la importancia de la negociación colectiva y de los convenios colectivos de trabajo para la resolución de los conflictos laborales. A la muerte de su presidente Gumersindo de Azcárate en 1917 siguió un proceso en el que fueron desvirtuándose sus presupuestos iniciales, al mismo tiempo que entraba en crisis el régimen político que lo había creado. En 1924 la Dictadura de Primo de Rivera, por iniciativa de Eduardo Aunós, lo suprimió, siendo integrado en el Estado corporativo que culminó con la creación dos años después de la Organización Corporativa Nacional.
En el siglo XIX el sistema socioeconómico liberal había demostrado su incapacidad para abordar la «cuestión social»: mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadoras. Se fue imponiendo la necesidad de que el Estado interviniera para atender a las reivindicaciones de los obreros que habían adquirido ya conciencia de clase. La intervención del Estado ponía en cuestión el principio del liberalismo clásico de que el individuo era el único responsable de su propia condición moral y material: el pobre es culpable de su destino. Pero las críticas de los movimientos obreros desde el Sexenio Democrático (1868-1874), la difusión del socialismo y el anarquismo, así como el desarrollo del positivismo y de las ciencias sociales había creado una conciencia generalizada de que la pobreza de las clases trabajadoras se debía a las condiciones ambientales, sociales y económicas y que solo la intervención del Estado podría corregir la desigualdad social.
El pionero de esta corriente antiliberalista fue el Imperio Alemán y la política social del canciller Otto von Bismarck (1815-1898). A esta corriente antiindividualista del liberalismo se fueron sumando el Reino Unido con el New liberalism y la Tercera República Francesa con el «solidarismo» de Léon Bourgeois. La Iglesia Católica contribuyó también con la encíclica Rerum Novarum del para León XIII en 1891, que hizo que las clases conservadoras fueran asumiendo la idea intervencionista del Estado. La nueva doctrina social de la Iglesia dio nacimiento al catolicismo social.
Pero los gobiernos de la Restauración no tomaron medidas efectivas para mejorar la situación laboral de los obreros hasta 1900 con la ley de Accidentes de Trabajo, la ley de Trabajo de Mujeres y Niños, la ley de Descanso Dominical, la ley de Huelga. Algo más tarde se crearía el Instituto Nacional de Previsión, un embrión de lo que hoy es la Seguridad Social. Estos primeros elementos de una seguridad social estatal llegaban tarde en relación con Alemania pero no respecto al resto de los países europeos. Estas nuevas medidas rebajarían las durísimas condiciones de trabajo de los españoles, pero no acallarían la protesta de los obreros, que continuaban viviendo en condiciones infrahumanas y padecían las secuelas de una pobre dieta alimenticia.
La preocupación de los gobiernos por la situación laboral de los trabajadores fue fruto del intenso debate que se produjo en la sociedad desde mediados de los años setenta sobre la naturaleza de la llamada «cuestión social» y sobre la forma de resolverla. En este debate jugó un papel importante la Institución Libre de Enseñanza (ILE), liderada por Gumersindo de Azcárate, quien en 1881 publicó Resumen de un debate sobre la cuestión social. La ILE fue fundada en 1876 por un grupo de catedráticos separados de la Universidad Central de Madrid por defender la libertad de cátedra y negarse a ajustar sus enseñanzas a cualquier dogma oficial en materia religiosa, política o moral.
Sin embargo, la necesidad de la intervención del Estado para solucionar la «cuestión social» encontró fuertes resistencias por parte de los conservadores, lo que retrasó la aprobación de las primeras leyes sociales. Cuando a fines de 1890 el presidente Cánovas del Castillo habló en el Ateneo de Madrid de la necesidad de la intervención del Estado para resolver la cuestión social alegando la insuficiencia de la caridad cristiana y la resignación del pobre, el pensador católico integrista Juan Manuel Ortí y Lara le acusó de «caer en la sima del socialismo», haciendo una alabanza del «el oficio de la mendiguez», que está sancionado por la religión y fomenta el espíritu cristiano.
PReSEncia de España en el Norte de África
La presencia de España en el norte de África se remonta cuando menos a los Reyes Católicos, pero es a partir de mediados del siglo XIX cuando se pasó de la etapa de las escaramuzas a la confrontación abierta (1859). A partir de 1898 se acrecentaron las guerras con momentos críticos como el Barranco del Lobo en 1909, el desastre de Annual en 1921 y el desembarco de Alhucemas en 1925, con el que se termina la guerra de Marruecos. La acción bélica se centró en dos núcleos costeros: Melilla y Ceuta.
Después de haber sido conquistada por fenicios, romanos, bizantinos y árabes, los Reyes Católicos incorporaron Melilla en 1487. Ceuta fue ocupada por los portugueses en 1415. Al unirse España y Portugal bajo Felipe II, la ciudad se españolizó. Tras la separación de ambas coronas, Ceuta se quedó en manos españolas a partir de 1640. A lo largo de la edad moderna se produjeron varios momentos de hostigamiento por parte de las kabilas del Rif: los más destacados de los cuales tuvieron lugar en 1556 y en los años 1774 y 1775. Estos hostigamientos continuaron durante la primera mitad del siglo XIX y se multiplicaron en las décadas de 1840 y 1850. El general Narváez consiguió del sultán Muley Solimán la firma de los convenios de Tánger (1844) y Larache (1845), por los que se restituyeron los antiguos límites. Ante nuevos ataques, España reaccionó apoderándose de las islas Chafarinas (1848).
Durante la década de 1850 aumentó la tensión, que desembocó en guerra abierta. La guerra (1859-1860) sobrevino cuando parecía que la situación se normalizaba, después del Convenio de Tetuán (1859). Leopoldo O’Donnell, aprovechando la proclamación de un nuevo sultán, Sidi-Mohammed, declaraba la guerra en octubre. En enero de 1860, después de varios combates en las inmediaciones de Ceuta, se inició el avance hacia Tetuán. La toma de Tetuán tuvo lugar el 5 de febrero.
Por el Tratado de Wad-Ras, el sultán cedía a España todo el territorio comprendido desde el mar hasta el barranco de Anghera, y en el Atlántico, a Santa Cruz de la Mar Pequeña; o sea, el mismo que España había tenido en otro tiempo. Se ratificaron los convenios preexistentes sobre las plazas de Melilla, Peñón y Alhucemas y el pago de una indemnización de guerra que nunca se hizo efectiva. Mientras tanto, las tropas españolas ocuparon la ciudad de Tetuán. Por último, España pasó a ser considerada como nación más favorecida comercialmente. Con los cañones arrebatados se fundieron los leones que hoy guardan las puertas del edificio del Congreso de los Diputados.
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