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Guerras civiles romanas en Hispania (comp.) Justo Fernández López España - Historia e instituciones
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guerras CIVILes de la república de roma
Hispania se vio implicada en las disputas políticas y militares de los últimos años de la República romana, cuando Quinto Sertorio se enfrentó al partido de los aristócratas de Sila en 83 a. C. Al perder en Italia, Quinto se refugió en Hispania, continuando la guerra contra el gobierno de Roma y estableciendo todo un sistema de gobierno con capital en Huesca (Osca).
Pompeyo, tras varios intentos, terminó con la rebelión de Quinto Sertorio más valiéndose de la intriga política que de la fuerza militar. Posteriormente sería el apoyo peninsular a Pompeyo el causante de una nueva guerra en Hispania entre seguidores de Pompeyo y los de Julio César. Esta guerra finalizó en 49 a. C. con la victoria de Julio César.
Con la caída de la Monarquía en el año 509 a.C., comienza en Italia la República romana que durará hasta el comienzo del Imperio en el 27 a.C. Durante la república existían dos clases sociales, los patricios y los plebeyos. La Monarquía había mantenido su autoridad por encima de estas dos clases sociales, pero venida de la República desató las hostilidades entre ellas. Los patricios tenían todos los derechos y se atribuían el gobierno exclusivo de la ciudad. Los plebeyos estaban excluidos del gobierno y tenían prohibido casarse con los patricios. En el terreno económico, había una desigualdad intolerable. Cuando se conquistaba algún territorio, un tercio del terreno conquistado era declarado ager publicus y quedaba en poder del Estado, que lo distribuía entre los poderosos, que lo cultivaban mediante esclavos y del que los plebeyos no sacaban ningún provecho.
Entre el 494-300 a. C. tuvo lugar una enconada lucha entre patricios y plebeyos por conseguir la igualdad ante la ley y ser todos portadores de idénticos derechos políticos. Los plebeyos triunfan y con la Ley de las XII tablas se estableció la igualdad jurídica entre todos los romanos. A partir del 300 a.C., la igualdad entre las clases fue ya completa. La antigua clase patricia dejaba de existir y la nobleza del mérito sustituía a la nobleza por nacimiento. Roma podía considerarse entonces como una democracia teórica.
La expansión imperial de Roma trajo la nueva división de clases. Las guerras de conquista enriquecieron a los jefes militares que las dirigieron, que en todas partes ejercieron impunemente explotaciones y rapiñas. Las conquistas enriquecieron el erario público, pero una enorme parte de las riquezas conquistadas fueron a parar a los bolsillos de particulares. Roma llevó su cultura y civilización a otros pueblos, pero también cobró un buen precio por ella.
Al extenderse el poderío romano por otros países, apareció una nueva clase económicamente poderosa que heredó al antiguo patriciado en la dirección de la política y el usufructo de los cargos públicos y los honores: el patriciado plebeyo. Ya no había distinción entre patricios y plebeyos, sino que personajes ricos e influyentes asumieron el monopolio del poder, ejerciéndolo en beneficio exclusivo de sus privados intereses. Se convirtieron así en una auténtica oligarquía. Cuando interesaba enriquecer a alguien, se le confiaba un mando provincial en el exterior. Un breve periodo en el cargo le bastaba para amasar una fortuna.
Estos cargos eran confiados a miembros de la casta en el poder, que administraba como un feudo. La adquisición de esclavos en las conquistas era una importante fuente de riqueza. Estos esclavos eran empleados como mano de obra barata en el cultivo de las tierras. De esta forma los campesinos fueron quedando sin trabajo y aumentó el número de la plebe menesterosa. Los campos quedaron abandonados y masas ingentes de pobres sin oficio ni beneficio afluían a las ciudades. Las conquistas logradas con la sangre y el esfuerzo de todo el pueblo romano, habían servido para enriquecer a unos pocos y para causar la ruina al resto. El Estado ponía en manos de banqueros y sociedades mercantiles la explotación y aprovechamiento de su riqueza y territorio. Estos banqueros y comerciantes actuaban también como proveedores del ejército y arrendatarios de los impuestos. Eran plutócratas de origen plebeyo que, con su influencia, conseguían el nombramiento para alguna magistratura y con ello se integraban en la clase de los senadores, a la que acabaron por dominar.
La lucha no era ahora entre ciudadanos con derechos y ciudadanos privadas de ellos, sino entre ricos y menesterosos. Había libertad política, pero sin seguridad económica no se podía ejercer los derechos con verdadera libertad. El pobre tenía que ceder su voto al poderoso, del que dependía su sustento. Así los comicios se convirtieron en una farsa, que recuerda el caciquismo español en el siglo XIX y primer tercio del XX.
Este estado de cosas estaba pidiendo urgentemente remedio y fue el que intentaron los hermanos Tiberio Sempronio Graco y Cayo Sempronio Graco, de la familia de los Gracos, hijos del general y estadista Tiberio Sempronio Graco y de Cornelia, de la familia de los Escipiones. Entre el 133-121 a. C., los hermanos Graco obtuvieron el cargo de tribuno de la plebe y propusieron una serie de leyes, como la ley agraria, según la cual ningún ciudadano podía poseer más de 500 yugadas del ager publicus. Esta ley tenía como objetivo reducir la acumulación de bienes en manos de unos pocos y volver a crear una clase media, que prácticamente había desaparecido. Las leyes de los Graco iban en detrimento de la clase aristocrática, los llamados optimates (‘bueno entre los buenos’), que constituían la mayoría del Senado.
Así pues, se organizaron dos partidos con intereses económicos y políticos distintos: el Partido de los populares y partido de los optimates, constituido por la clase aristocrática o ciudadanos de los primeros órdenes. Tenían grandes intereses que defender, tanto políticos como económicos; los optimates reaccionaron violentamente ante las nuevas leyes presentadas por los populares a través de los hermanos Graco. En el año 121 y después de múltiples revueltas y enfrentamientos entre los dos partidos, el Senado autorizó al cónsul Lucio Opimio para que tomase cualquier clase de medidas para terminar con la política de Cayo Sempronio Graco. Muchos de los seguidores de Cayo fueron asesinados y el mismo Cayo se suicidó. Con la muerte de este tribuno de la plebe, todo el esfuerzo por crear la clase media romana fracasó. La nobleza reaccionó violentamente y derogó casi toda la reforma, pero la clase social ya había tomado conciencia de sí misma en su lucha contra la aristocracia republicana.
Esta segunda lucha de clases fue más decisiva que la anterior, pues al final del período republicano Roma atravesó varias guerras civiles, durante las cuales, con el apoyo de fuerzas militares, se disputaron el poder, primero Mario y Sila; luego Pompeyo y César; y más tarde Antonio y Octavio. Estas luchas desestabilizaron la República de Roma y propiciaron su final y la instauración del Imperio romano, con César Augusto como primer emperador de Roma.
Primera guerra civil: Cornelio Sila contra Cayo Mario
Con la muerte de los Graco, el partido popular quedaba deshecho, pero los excesos de la nobleza y sus escándalos administrativos mantenían viva la reacción popular. El partido popular encontró pronto su reorganizador en la persona de Cayo Mario, hombre inculto y rudo, pero enérgico y valiente. En su juventud había estado en la guerra de Numancia. Alcanzó la jefatura del partido y en 119 a.C. fue nombrado tribuno de la plebe. Alcanzó el consulado en 107. La guerra de Yugurta y la lucha contra los cimbrios y teutones le dio popularidad. Realizó reformas en el ejército, permitiendo el ingreso en las filas a todos los ciudadanos, incluso a las clases más bajas, que encontraban un oficio en el servicio militar que les proporcionaba sueldo y botín. Estos soldados de oficio estaban más dispuestos a seguir a sus jefes militares que les llevaban a la victoria que a los políticos republicanos. Con esto se inicia el predominio del ejército y la influencia determinante de los generales.
A su regreso, tras sus exitosas campañas guerreras, Mario fue elegido cónsul y se puso al frente del partido popular y comenzó a hacer reformas y a actuar como un verdadero rey de Roma, lo que provocó la reacción de los aristócratas. En el periodo electoral, dos candidatos de la plebe asesinaron a un rival. Mario tuvo que intervenir para restablecer el orden, lo que minó su prestigio popular. Abandonó la política y se retiró.
La salida de Mario provocó una contrarrevolución de la nobleza, que derogó las leyes democráticas y gobernó a su antojo. Tras un levantamiento general en toda Italia, Roma tuvo que alistar tropas en las provincias, llamar a Mario y dar a Sila parte del ejército. El 88 a.C. fue elegido tribuno de la plebe Publio Sulpicio Rufo, afecto al partido popular que se propuso continuar las reformas de Livio Druso, asesinado por los optimates. Pero Sila, patricio de noble linaje y a la sazón cónsul y representante de la nobleza, se opuso, pero Rufo logró aprobar las reformas. A Sila se le había confiado llevar a cabo la guerra contra Mitrídates, pero ahora el partido popular depuso a Sila y otorgó la jefatura a Mario. Sila, con un ejército que tenía preparado en Capua, se lanzó sobre Roma; era la primera vez que un ejército romano ataba Roma. Sulpicio fue asesinado y Mario tuvo que huir. Sila, que había competido con Mario por los honores de liderar la guerra contra Mitrídates VI, rey del Ponto, se reotorgó el mando de la guerra, se adueñó de Roma, anuló todas las reformas y reformó la constitución en el sentido del partido aristocrático.
El Senado romano declaró enemigo de la República a Mario. Sila se embarcó con sus tropas a Grecia y Lucio Cornelio Cinna, cónsul electo popular, propició el retorno de Mario. Juntos marcharon sobre Roma y lucharon contra los optimates, pero días más tarde Mario murió. Entretanto, Sila había terminado la guerra en Oriente y regresó a Italia, derrotó a los populares y se declaró dictador, cediendo más poder al Senado y recortando el de los tribunos y el de las asambleas populares.
Sila mandó asesinar a varios miles de sus enemigos e inventó el sistema de las “proscriptiones”: se colgaba una lista en el Foro con los nombres de los que deberían ser eliminados por quien quisiese y dondequiera que se les encontrase, sus haciendas serían confiscadas y sus familiares excluidos de todo cargo público. El afán de robo o venganza llevó a la muerte a innumerables ciudadanos. Reinaba un espantoso terror. Los cónsules fueron privados de su autoridad militar y convertidos en meros funcionarios, el Senado quedó a merced de los generales victoriosos que acabaron por dominar el Senado.
En el 79 a.C., Sila se retiró a la vida privada y murió al año siguiente. Dejaba a los plebeyos destrozados, a muchos caballeros perjudicados por la reforma del Senado y a innumerables proscriptos esparcidos por todo el mundo y dispuestos a luchar contra el partido aristocrático. A la muerte de Sila, el cónsul Emilio Lépido asumió la dirección del partido popular y atacó Roma, pero fue vencido por Cátulo y Pompeyo. Los restos de su ejército, mandados por Perpenna, pasaron a Hispania, donde se unieron a las tropas que allí comandaba Quinto Sertorio.
La revuelta de Sertorio en Hispania
Sertorio era un miembro activo del gobierno de Cinna. A la muerte de Mario, Cinna veía a Quinto Sertorio como una poderosa amenaza para sus intereses hegemónicos, por lo que le envió a Hispania, ofreciéndole la prefectura de la Hispania Citerior y, al tiempo, despejándose el camino de un posible rival demasiado poderoso. Quinto Sertorio era partidario de los populares y había sido antiguo colega de Cayo Mario. Sertorio viajó a España en calidad de pretor. Cuando Sila se apodera del poder en Roma, nombra a Gayo Valerio Flaco como gobernador de la Citerior, por lo que Sertorio se convirtió en un rebelde que dirigió la lucha contra el dictador en las llamadas Guerras Sertorianas. Sila decretó la proscripción de cuantos habían sido partidarios de Mario y en la lista de los proscriptos figuraba el patricio Quinto Sertorio.
Sertorio era un hombre de gran talento, gran organizador y valiente hasta la temeridad, lo que le granjeó la simpatías de los Hispania, que tanta rebeldía y heroísmo habían demostrado en la lucha contra la invasión romana. Celtiberia se alzó en masa contra el la roma senatorial y se puso al lado de Sertorio.
Quinto Sertorio cruzó los Pirineos el año 83 a.C. y pronto vio que Hispania era un lugar idóneo para reconquistar el poder en Roma. No podía contar con el partido popular, prácticamente agotado, sino únicamente con sus propias fuerzas. El lugarteniente de Sila en la Península había huido del país, acosado por la actitud hostil de los naturales.
La base principal de Sertorio era la región del Alto Ebro: Calagurris (actual Calahorra, en La Rioja), poblada por celtíberos; Osca (Huesca) e Ilerda (Lérida), territorio de los íberos ilergetes. También tenía un fuerte apoyo en toda la zona costera alrededor de la capital provincial Tarraco (Tarragona). Sertorio debió reconciliarse con los celtíberos, que le prestaron su apoyo. Esta adhesión despertaría los recelos de los vascones, que rivalizaban con los celtíberos por la posesión del Valle del Ebro, y que anteriormente habían disfrutado del favor romano. Aliados los celtíberos con Sertorio, los vascones apoyarían a sus rivales.
Sertorio sabía que no obtendría refuerzos de Roma para su causa y que los únicos apoyos de que disponía eran lo que pudiera recabar de los pueblos hispanos, a los que le unía una natural simpatía y con los que se sentía plenamente identificado en las luchas que habían mantenido contra los invasores romanos. Sertorio conocía la institución de la devotio ibérica, sistema de estrechos vínculos de fidelidad a los líderes guerreros, que se establecía entre los jefes y los soldados, basado en la justicia y la dignidad. Era pacto de solidaridad y mutua protección que se establecía entre los contrayentes. Sertorio supo ganarse la confianza de unos pueblos a los que conocía bien y apreciaba, para llevar adelante su causa. Reunió a algunos colonos romanos y a muchos celtíberos que lo aclamaron como a uno de sus caudillos, logró aglutinar un ejército. Los hispanos vieron en Sertorio la última oportunidad para hacer frente a Roma.
Sertorio pronto adquirió una gran popularidad por sus reformas sociales que mejoraban la vida de los hispanos. Cuando en Roma Sila se proclamó dictador, Sertorio se erigió en el defensor del partido popular y comenzó a tomar Hispania como base desde donde luchar contra los opresores. Organizó un ejército al que se unieron numerosos proscriptos de todas partes. Con ellos organizó un Senado, impulsó la romanización de Hispania y se atrajo a los naturales con acertadas medidas. Sertorio no quería separar Hispania de Roma, sino organizar desde Hispania la conquista de Italia y la derrota de la aristocracia. Se presentaba como el legítimo gobierno de Roma y todos los populares de la República veían en él como su única esperanza. Perpenna le llevó el resto de los ejércitos del derrotado Lépido.
Las aspiraciones de Sertorio de conquistar Roma desde Hispania le convirtieron en objetivo número uno a eliminar por los optimates, quienes empezaron por proscribirlo de la República, lo cual sería la causa de un largo periodo de luchas en Hispania entre los partidarios de Sila y los de Sertorio, lo que provocó el fuerte aumento de tropas romanas en la península.
Sertorio se convirtió en organizador de las incursiones de los lusitanos contra Roma, logró apoderarse de la mayor parte del territorio peninsular y estableció la capital "de la nueva Roma" en Osca (la íbera Bolscan, actual Huesca). Ante estas conquistas de Sertorio, Sila decide nombrar a Quinto Cecilio Metelo procónsul de la Hispania Ulterior donde llegó con dos legiones en torno al año 79 a. C. Funda Castra Cecilia (Cáceres) y Metellinum (Medellín, Badajoz), ampliando la futura Vía de la Plata.
Metelo consiguió algunas victorias, pero no logró derrotar a Sertorio, que conocía mejor la orografía peninsular y había aprendido de los pueblos celtíberos y lusitanos la táctica de la guerrilla. Tras múltiples batallas contra el hábil Sertorio, las tropas de Metelo estaban agotadas. El Senado retiró a Metelo y envío a Hispania al joven y prestigioso militar Pompeyo, famoso por haber vencido a Lépido.
El plan militar de Pompeyo consistía en penetrar en Hispania por la costa levantina y realizar una acción de pinza con el ejército de Metelo sobre las tropas sertorianas, pero sus tropas, no habituadas a la lucha de guerrillas de los celtíberos, sufrieron un tremendo desastre ante Lauro. La derrota extendió el prestigio de Sertorio.
Pronto Pompeyo logra unir sus tropas con las de Metelo y así nivelar la lucha contra Sertorio. El equilibrio entre ambos contendientes quedaba restablecido con la derrota del lugarteniente de Sertorio, Hirtuleyo, en Itálica a manos de Metelo. La guerra se prolongó durante varios años. Las continuas luchas fueron desgastando los ánimos de los contendientes: los pueblos hispanos se habían cansado de tantos años de guerras. Los indígenas, el principal apoyo de su ejército, ya no le profesaban fidelidad; ellos luchaban contra Roma y no entendían de partidos ni facciones. A la deserción de los hispanos se sumó el desánimo de los romanos exiliados que acompañaban a Sertorio. Roma les ofrecía ahora el perdón y la rehabilitación social y estaba dispuesta a olvidar el pasado.
Sertorio se había quedado solo, se fue volviendo desconfiado, lo que agrió su carácter y le dio un tinte de crueldad que llegó a que su lugarteniente Perpenna urdiera una conspiración contra él y lo asesinara en el año 72 a.C. en un banquete celebrado de Osca (Huesca). Así terminaban ocho años de combates, muerte y desolación, que dejaban una Hispania destrozada.
El propio Perpenna asumió el liderazgo del régimen rebelde, pero las tropas de Sertorio, sin el apoyo moral del jefe, fueron aplastadas pocos meses más tarde por Pompeyo. El gran beneficiado políticamente de la victoria sobre Sertorio no será Metelo, que tanto había luchado contra Sertorio, sino Pompeyo. En el 72 a.C. cesa en Hispania la resistencia contra los ejércitos senatoriales romanos y Pompeyo se dedicó a pacificar la provincia Citerior, que estaba bajo su mando y a influir sobre la Ulterior. Concedió la ciudadanía romana a todos los pueblos hispanos que habían estado del lado de los intereses de la República romana.
Los vascones, o una parte de ellos, habían concertado una alianza con Pompeyo, quien para reponer sus fuerzas se retiró a territorio vascón, donde fundó, en el 77 a.C., la ciudad de Pompaelo (actual Pamplona), quizá sobre una aldea preexistente. La primera vez que se menciona a los vascones será por la campaña de Pompeyo contra Sertorio en el noreste peninsular.
Diversas ciudades peninsulares se sometieron a Pompeyo, entre ellas Osca (Huesca), así como los vascones leales a Sertorio. Pero Tiermes, Uxama (Osma), Clunia y Calagurris se resistieron hasta que fueron tomadas por los legionarios romanos. La mayoría de los prófugos sertorianos huyeron a Mauritania o se unieron a los piratas cilicios.
El año 71 a.C., Pompeyo se retira de Hispania con su ejército y vuelve a Italia en el momento en que los restos del ejército de Espartaco intentan salir de Italia tras la revuelta de Espartaco (73-71). Roma recibe al orgulloso general como un héroe.
El Senado romano iba perdiendo autoridad y fuerza política. En el ambiente flotaba la sensación de estar ante un cambio de rumbo en la política romana: el Senado iría perdiendo autoridad ante andividuos caristmáticos capaces, con sus hazañas militares, de aglutinar la lealtad de varias legiones.
segunda guerra civil: César y pompello frente a frente
Tras las guerras de Sertorio, Hispania quedó envuelta en la política, la cultura y los avatares romanos. Las tierras hispanas fueron decisivas en todas las confrontaciones entre los romanos antes de la conformación de su futuro Imperio.
Cayo Julio César había nacido en el seno de una de las más antiguas familias del patriciado romano, los Julios. Fue educado esmeradamente con maestros griegos. Según la leyenda, su estirpe se remontaba hasta Iulo, hijo del príncipe troyano Eneas y nieto de la diosa Venus. El propio César llevó siempre a gala esta relación entre Iulo y su familia.
Con 19 años se alistó en las legiones de Minucio Termo para combatir en las campañas de Oriente. En Oriente César se había imbuido de la idea oriental y helenística de que solo un líder de estirpe divina podía gobernar el inmenso imperio. Tenía la nobleza y la preparación militar, pero sus ambiciones le pedían la gloria, que solo se podía alcanzar con campañas militares. La mayoría de los territorios estaban ya conquistados, y solo quedaba Hispania, con regiones aún no sometidas al yugo de Roma.
En el año 61 a.C., César fue nombrado pretor de Hispania Ulterior, donde acometió una rápida y exitosa campaña contra los celtas del noroeste peninsular y de Galicia, embarcando a continuación en las costas gallegas en una gran escuadra en la que viajó a Roma, haciendo escala en Cádiz.
En Roma obtuvo del Senado los honores del triunfo y del consulado y se convirtió en el imprescindible tercer hombre entre Craso y Pompeyo, con los que integró el triunvirato que rigió los destinos de la República. El Convenio de Luca (56) aseguraba ventajas para cada uno de sus componentes; pero respondía a un equilibrio inestable. En el año 55 los triunviros acordaron repartirse el gobierno de las provincias: Craso obtuvo Asia, César las Galias y Pompeyo África e Hispania, donde contaba con numerosos partidarios. Poco a poco el poder se fue concentrando en una sola mano. Craso murió durante una expedición contra los partos (53).
La muerte de Craso puso en peligro la situación política de la República. A esto se vino a añadir la muerte de Julia, hija de César y esposa de Pompeyo, con lo que se rompía el parentesco y la situación de equilibrio que habían mantenido ambos líderes: ni el suegro de estirpe divina, ni el yerno de reconocida fortuna, estaban dispuestos a renunciar a sus aspiraciones hegemónicas.
A lo largo de cuatro años, César y Pompeyo se enfrentarán en una lucha sin piedad por el poder en Roma. Esta guerra civil se desarrolló en todo el ámbito del mundo romano. Se combatió en Italia, Hispania, Grecia, Oriente y África.
Tras una larga guerra civil, César derrotaría a Pompeyo en la batalla de Farsalia y este sería asesinado por esbirros del faraón de Egipto. Tras derrotar nuevamente a los optimates en las batallas de Tapso y Munda, César quedó sin rivales políticos que le hicieran frente.
Una vez terminada la guerra con la victoria cesariana, Julio César convierte el Senado en una asamblea meramente consultiva e impone un nuevo orden a la antigua administración republicana. El vacío de poder creado por la repentina muerte del triunviro vencedor motiva a la creación del Segundo Triunvirato, que enterraría definitivamente al bando optimate y a la República romana.
En el año 62 a.C., regresa Pompeyo de una brillante campaña en Asia y licenció su ejército con la promesa de repartir tierras entre sus veteranos. Pero el Senado temía la poderosa influencia de Pompeyo y, ahora que estaba desarmado, anuló sus decisiones en Asia, así como las promesas hechas a sus veteranos y le negó el consulado que pretendía para el siguiente año.
La labor política de Pompeyo es algo turbia. Nacido en el seno de una familia poderosa, fue partidario de Sila hasta la muerte del dictador. Como brazo derecho del Senado, luchó contra Lépido y Sertorio. Se alió luego con Craso y anuló la constitución de Sila. Contemporizó a la vez con el Senado y con el pueblo. Siempre le movió la vanidad, una ambición sin límites y un afán de gloria personal. Fue uno de los romanos que con menos ideal político actuó. En materia de honores era de una susceptibilidad morbosa. Disgustado por la ingratitud del Senado, se alió con César, quien aprovechó el enfado de Pompeyo para repartirse con él el mando de la República. Los dos invitaron a Craso, la persona más rica de Roma, para que se uniera con ellos y formaron así el Primer Triunvirato (60-53 a. C.), el ejercicio del poder compartido por tres gobernantes: Gneo Pompeyo Magno, Cayo Julio César y Marco Licinio Craso.
Los triunviros lograron que Publio Clodio Pulcro fuera electo tribuno de la plebe, dejando así indefenso al Senado, capitaneado entonces por los conservadores Marco Porcio Catón (Catón el Joven) y Marco Tulio Cicerón. La alianza entre los tres fue sellada con el matrimonio de Pompeyo con la hija de César.
Tiempo después Craso parte a gobernar la provincia romana de Asia Menor y muere en la Batalla de Carrhae (o Carras). Julio César se hace conceder el mando de la Galia Cisalpina y de Iliria y se marcha a la Galia. Su intención era crear un ejército particular, adicto a su persona, como instrumento de sus futuras ambiciones políticas. Pompeyo se queda en Roma, donde el bando conservador del Senado le convence de la necesidad de eliminar a Julio César, al que le presumen ambiciones de hacerse coronar rey, lo que significa un peligro para la República romana.
La conquista de las Galias fue de gran trascendencia para Roma; la nueva provincia se convirtió en bastión del Impero para contener por Occidente a los germanos y fue la base de la fortuna política y militar de César. La victoria romana en la guerra de las Galias brinda gran simpatía del pueblo romano hacia Julio César, por lo que el Senado, temiendo que César se apropie del poder, presiona a Pompeyo para que le haga regresar a Roma sin su ejército.
Entre el 7 y el 14 de enero de 49 a. C., César recibió la noticia de que el Senado había concedido poderes excepcionales a Pompeyo. César barrunta que una vez en Roma, podría ser juzgado y procesado por los delitos que le imputaban los optimates: Llevar a término guerras sin el permiso del Senado y reclutar más legiones de las permitidas. La tensión entre el Senado y Cayo Julio César, gobernador de las Galias, iba en aumento. La actitud obstruccionista del Senado contra el flamante conquistador de las Galias obligó a César a tomar el camino de las armas. Tras arengar a sus tropas con la célebre frase “Alea iacta es” (‘la suerte está echada’), cruzó la noche del 11 al 12 de enero del año 49 a. C., con la legión XIII Gemina, el río Rubicón, frontera entre su provincia de la Galia Cisalpina e Italia, y marcha sobre Roma. La Segunda Guerra Civil de la República romana había comenzado.
Pompeyo disponía de recursos mucho más numerosos que los de César y el Senado le había otorgado todos los poderes, pero César comandaba un ejército personal que seguía ciegamente a su jefe.
Julio César en hispania
Cuando los optimates conocieron la noticia, abandonaron la ciudad en dirección al sur. César persigue a Pompeyo hasta el puerto de Brundisium en el sur de Italia, pero Pompeyo salta hacia Grecia con sus seguidores. Si seguía ahora a Pompeyo hasta Grecia, quedaba expuesta su retaguardia a los ataques de las legiones de Pompeyo establecidas en Hispania. Después de entrar en Roma, conquistada Italia, y saber que Pompeyo había huido hacia Grecia, César se ocupó de las legiones de Pompeyo en Hispania, asegurando así su retaguardia para poder avanzar luego hacia Grecia.
El ejército de Pompeyo en Hispania contaba con siete legiones aguerridas mandadas por el cónsul de aquel año, Afranio y los dos generales Petreyo y Varrón (uno de los romanos más cultos de su tiempo). La generalidad de los pueblos autónomos peninsulares habían jurado fidelidad a Pompeyo, que seguía siendo el procónsul de Hispania. Pompeyo contaba con un gran apoyo en las tropas hispanas que, tras la muerte de Sertorio, lo habían aclamado como jefe, transfiriéndole su fidelidad (devotio). También contaba con siete legiones al mando de Lucio Afranio y Marco Petreyo, que dominaban la llanura del Segre, además de las tropas de Terencio Varrón, que mantenían la calma en Lusitania.
Una vez más, la Península iba a ser escenario decisivo de las guerras que decidirían el futuro de Roma. Con un ejército reducido, César se lanzó al ataque de Hispania con la estrategia definida por él mismo de "combatir primero un ejército sin general para luego combatir a un general sin ejército".
César dejó frente a Marsella, partidaria de Pompeyo, tres legiones y con el resto se internó en Hispania. Afranio y Petreyo se habían establecido en Lérida, a la orilla del Segre. En la batalla de Ilerda (Lérida), César derrotó a las tropas pompeyanas, que tuvieron que entregarse sin condiciones. En un acto de magnanimidad, César permitió que se marchasen lo que no quisieran seguirle. La mayoría se quedó.
En la Bética, Varrón trataba de hacerse fuerte, pero César cosechaba mayores simpatías entre los locales porque estos recordaban con agrado todo lo que había hecho por ellos cuando era gobernador de Hispania. El consejo de notables de las principales ciudades se decantó por César y Varrón no tuvo más remedio que someterse a su enemigo, una vez que sus tropas le habían abandonado. César dejó a Varrón en libertad. Toda Hispania quedaba así en poder de César, que dejó allí cuatro legiones y volvió a Marsella, que se resistía. Al final Marsella se rindió y César le dejó su autonomía.
Con la retaguardia asegurada, César partió para Roma, donde se hizo elegir cónsula para el año 48. A los once embarcó en Brindisi y pasó a Grecia, donde Pompeyo había tenido tiempo para reorganizar sus tropas. En el primer enfrentamiento, en la batalla de Dirraquium, César sufrió una derrota, pero consiguió huir con su ejército intacto y esperó otro momento para volver a enfrentarse a su rival. El enfrentamiento decisivo tuvo lugar el 9 de agosto del 48 a. C. en la llanura de Farsalia, en Tesalia (Grecia central). César obtuvo una victoria aplastante, gracias a un ardid táctico. Sus enemigos políticos consiguieron huir: Cneo Pompeyo Magno partió hacia Rodas y de ahí a Egipto; Quinto Cecilio Metelo Escipión y Marco Porcio Catón marcharon hacia el norte de África. La batalla supuso el fin de la República y el inicio del Imperio romano.
De regreso a Roma, fue nombrado dictador. En 47 a. C., César se dirigió a Egipto en busca de Pompeyo, pero allí recibió la noticia de que su viejo aliado y enemigo había sido asesinado traidoramente en la playa por el rey Ptolomeo XIII el año anterior para ganarse así el favor de César. César, sin embargo, no solamente no apoyó este gesto, que le pareció de cobardía, sino que hizo liquidar a los traidores que habían vendido a su enemigo. La muerte de Pompeyo apenó a César, que lamentaba haber perdido la oportunidad de ofrecerle su perdón. Decidió intervenir en la política egipcia y substituyó al rey Ptolomeo XIII de Egipto por su hermana Cleopatra, que creía más afín a Roma y con la que tuvo un romance.
Tras las campañas de Egipto, César se dirigió al Asia Menor, donde derrotó a Farnaces rey del Ponto sin gran dificultad («Veni, vidi, vici»). Pasó luego al norte de África para atacar a los líderes de la facción conservadora allí refugiados, a los que derrotó en la Batalla de Tapso el año 46 a. C. Los soldados de César desobedecieron la orden de perdonar a los vencidos y acuchillaron sin compasión al enemigo. Muchos jefes pompeyanos cayeron en la batalla y Catón se suicidó después de poner a salvo a varios de los suyos. César eliminaba así a sus mayores enemigos: Quinto Cecilio Metelo Escipión y Marco Porcio Catón. Pero los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto Pompeyo Fastulos, junto con su antiguo legado principal en las Galias, Tito Labieno, consiguieron huir a Hispania. César tenía ahora que abatir la resistencia que quedaba en Hispania.
En Hispania, la crueldad de lugarteniente de César, Quinto Casio Longino, había provocado una sublevación de los pueblos hispanos. Muchos soldados de César intentaron asesinar a Longino. Estos soldados descontentos se pasaron a las tropas pompeyanas, que llegaron a disponer de una enorme masa de trece legiones, una fuera enormemente peligrosa para César. En el sur los abusos de Varrón en la provincia Ulterior causaron descontento entre los nativos.
Bajo César se repitió de nuevo la historia de los expoliados pueblos hispanos: otra vez unos y otros contendientes buscaron explotar a su favor el descontento de las ciudades de Hispania por las continuas y brutales exacciones. Para César y Pompeyo las tierras hispanas eran una formidable fuente de ingresos para sus campañas, aunque las posibilidades económicas de la Península para abastecer los ejércitos romanos eran limitadas.
Derrotados los pompeyanos en África, la última esperanza de los pompeyanos era Hispania, y a allí se dirigieron comandados por Cneo Pompeyo, quien tras conquistar las Baleares llegó a la Bética con el objeto de sublevarla, aprovechando que los ánimos allí estaban encendidos por la expoliación del lugarteniente de César. César, en una rápida y decisiva acción, se presentó de sorpresa en Hispania.
El el 17 de marzo del 45 a.C. se dio la batalla de Munda, localizada entre las comarcas de Écija, Osuna, Estepa y Montilla. En un principio, César sufrió una derrota, pero al fin pudo inclinar la balanza en su favor, combatiendo personalmente en medio de sus soldados. Tras la victoria sobre los pompeyanos al mando de Tito Labieno y los hijos del difunto Pompeyo el Grande, Cneo y Sexto, César confesaría que siempre había combatido por la gloria, pero que en Munda había tenido que luchar por su vida.
Esta batalla constituye el último enfrentamiento de la segunda guerra civil romana entre César y Pompeyo. Con el triunfo de Munda la República había desaparecido. Su victoria sin paliativos en Hispania fue determinante para la carrera política de César y le permitió regresar a Roma para ser investido como dictador perpetuo.
En Roma César buscó la instauración de un régimen nuevo, el Imperio, un sistema político flexible que le permitía gobernar como imperator o jefe supremo de los ejércitos, cónsul por diez años y dictador perpetuo. El Senado y las magistraturas aquedaban sometidas a su arbitrio.
Un año más tarde, en el 44 a.C., Julio César sería asesinado a las puertas del Senado de Roma, en una conspiración alentada por el partido republicano, y su sobrino-nieto (nieto de una hermana) Cayo Julio César Octaviano, tras una breve lucha por el poder contra Marco Antonio, fue nombrado cónsul para, posteriormente, ir acumulando poderes que finalmente conducirían a la agonizante república romana hasta el Imperio.
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